En 2008, casi todos los españoles tararearon alguna vez la canción Baila el chiki-chiki de Rodolfo Chikilicuatre. Quién más o quién menos no ha podido evitar que se les colara en la mente temas de Rafaella Carrá o Georgie Dan.
Como si nuestro cerebro fuera una manzana y un gusano musical se hubiera alojado en él.
Así es precisamente cómo llaman al fenómeno consistente en que, de pronto, empecemos a tararear o silbar determinadas canciones y ya no podamos quitárnoslas de la cabeza: gusano auditivo o neurogusano.
Habla de ello el neurólogo Oliver Sacks en su libro Musicofilia, llegando a comparar el neurogusano con “un tic o un ataque”. De algún modo, las notas musicales de la canción nos han infectado, como si fueran un virus. La razón de que nuestro cerebro sea tan proclive a dejarse contaminar por canciones como éstas (generalmente un poco bobas) es que nuestra mente trata de completar una melodía inconclusa (según algunos psicólogos) o sencillamente es la manera de que la mente siga trabajando mientras está ociosa (según otros).
Desde el punto de vista de la memética, es decir, la teoría que propone que la existencia de los memes (unidades de una cultura que pueden considerarse transmitidas por medios no genéticos, especialmente por imitación), la explicación es un poco más compleja.
Susan Blackmore, catedrática de Psicología en la Universidad West of England, en Bristol, sostiene, al igual que el zoólogo Richard Dawkins, que los memes son todo lo que se transmite de una persona a otra mediante la imitación:
Ello incluye el vocabulario que utilizamos, las historias que conocemos, las habilidades que hemos adquirido gracias a otros y los juegos que preferimos. También hay que tener en cuenta las canciones que cantamos y las leyes que acatamos. Por lo tanto, cuando conducimos un coche por la izquierda (o por la derecha), tomamos cerveza con curry hindú o coca-cola con pizza, cuando silbamos el estribillo de un «culebrón» televisivo o estrechamos la mano a alguien, estamos tratando con memes.
Los memes se esparcen sin discriminar. No importa su beneficio o su perjuicio intrínseco. De hecho, pueden ser estéticamente horripilantes, como la canción del verano: en día le pareció pegadiza o agradable a un determinado número de personas, pero ahora, aunque se nos haya atragantado, basta que oigamos las primeras notas para que ya no podamos evitar tararearla. Literalmente, estamos contaminados por ella hasta probablemente el resto de nuestra vida.
Los mecanismos imitativos de la mente son un caldo de cultivo excelente para copiar tonadas. Si una de ellas consigue ser tan popular como para que se incruste en un cerebro y posteriormente transmitirse a otro, lo hará. Si resulta ser extremadamente popular, cantable, recordable, silbable, tiene muchas probabilidades de transmitirse a muchos cerebros. (…) Todo este cantar no tiene ninguna ventaja para nosotros ni para nuestros genes. Sentirse perseguido por esas horribles tonadas es, simplemente, una consecuencia inevitable de poseer un cerebro capaz de imitarlas.
Bajo esta premisa, entonces, podemos entender mejor cómo es posible que canciones tan simplonas y estúpidas como las que se popularizan en verano (y que nos persiguen durante el resto de nuestra vida) tengan una capacidad de contagio tan elevada: sencillamente pueden acceder a más cerebros. Además, las melodías sencillas o repetitivas son más fáciles de recordar.
La música compleja improvisada puede evolucionar aunque es posible que sólo se transmita dentro de un ámbito reducido de músicos expertos o de musicólogos avezados. Es probable que la música realmente sofisticada no sea recordada debido a su complejidad y por lo tanto no se replicará por mucho que produzca placer a sus oyentes.
Naturalmente, esto es también aplicable a cualquier otra manifestación cultural, como la literatura, los programas de televisión o el cine. Por muy sibaritas o exclusivos que seamos, será prácticamente inevitable que acabemos siendo contagiados por los memes más populares y, a su vez, no podremos evitar también contribuir a la pandemia al transmitirlos a las personas que nos rodean.
Vía | La máquina de los memes de Susan Blackmore