Todos tenemos opinión. Algunas son opiniones de bar: por ejemplo, yo tengo una al respecto que consiste en afirmar (sobre todo cuando voy achispado de alcohol) que muchas actividades que se consideran modernas y cool en realidad son retrógradas y antiguas: el tupersex, pasear en limusina, celebrar una despedida de soltera con penes en la cabeza, luna de miel en Cancún…
Las opiniones de bar son superficiales, bastante arbitrarias, subjetivísimas, y generalmente inofensivas. Pero a nuestro cerebro no solo le gusta sentenciar opiniones de bar con la seguridad de un filósofo. También le gusta opinar sobre cosas más complejas, con aire docto, como si supiéramos de todo. Porque a nuestro cerebro no le gusta admitir que no sabe algo. No tanto porque los demás puedan pensar que somos ignorantes, como porque a nuestro cerebro no le hace feliz la incertidumbre.
De hecho, todos los mitos de la historia han surgido principalmente de este terror a la incertidumbre: no sé qué fenómeno estoy presenciando, y me cuento una historia que le otorgue coherencia (o me imagino que un ser sobrenatural me la cuenta; “me imagino” porque no tengo pruebas de haber presenciado tal explicación más allá de mis torpes sentidos).
La amígdala
Tanto nuestra naturaleza como nuestras disposiciones aprendidas nos impulsan a creer que tenemos razón, tanto si estamos en lo cierto como si no. Como ha sugerido la investigación neurocientífica, como la llevada a cabo por el psicólogo Ming Hsu en 2005, la incertidumbre se evita a toda costa por mor de preservar nuestra felicidad.
Hasta el punto de que una pequeña dosis de ambigüedad es suficiente para incrementar la actividad de las estructuras de las amígdalas del cerebro, que son las que desempeñan el papel más importante en nuestra respuesta frente al miedo. Tal y como lo explica David DiSalvo en su libro Qué hace feliz a tu cerebro:
Cada una de las amígdalas es un haz de células nerviosas que se asientan sobre su correspondiente lóbulo temporal a cada lado del cerebro. La información llega a las amígdalas desde múltiples fuentes. Las amígdalas filtran la información para determinar su correspondiente nivel de miedo y movilizar la respuesta adecuada. Al mismo tiempo el cerebro muestra una menor actividad en el estriatum ventral, la parte del cerebro encargada de nuestra respuesta a un estímulo gratificante (…) A medida que el nivel de ambigüedad se incrementa, también continúa aumentando la actividad de las amígdalas, y disminuyendo la del estriatum ventral.
Juicios binarios
En consecuencia, nos encantan los juicios binarios, las proposiciones maniqueas, el todo o nada, tal y como señalaba el filósofo Julian Baggini en ¿Se creen que somos tontos?: “Preferimos “eso es cierto” o “eso es falso” a “la parte factual de esa afirmación es verdadera pero sus supuestas ventajas no son reales”.
Por ejemplo, si ponéis cualquier debate que emita 13tv o Intereconomía descubriréis que se aborda casi cada día la conveniencia de que la formación política Podemos haya obtenido tanto respaldo popular en las urnas. Los participantes en el debate no acostumbran a ponderar los aspectos positivos y negativos de las propuestas de Podemos, porque ello es ambiguo. Lo que anhela el cerebro es un juicio claro: Podemos está mal, es nazi, es ETA, es Satán, es el fin del mundo.
De igual forma, los defensores de Podemos suelen ser incapaces de desgranar los aspectos negativos de los positivos de dicha formación política: cuando se me ocurrió hacerlo a mí en el ámbito de la ciencia, en los comentarios aparecieron enseguida personas que me acusaron de ser votante de derechas (por ejemplo). Más raro aún es encontrar a alguien que admita que algunas propuestas de las ideologías de la derecha les parecen bien, así como otras de las de izquierdas. No. O todo, o nada. Juicios binarios.
El cerebro anhela la certidumbre y huye de la ambigüedad. En nuestra necesidad de tener razón subyace, de hecho, nuestra necesidad de sentirnos bien. Tal y como acuñó el neurólogo Robert Burton, tendemos a la “propensión a la certeza”, que describe este sentimiento y hasta qué punto puede sesgar nuestro pensamiento.
Lo cual es un estupendo argumento para desconfiar de los debates en general, y de los debates en formato adversarial en particular. (En mi opinión, los debates con los demás siempre ha sido una forma de medir la temperatura moral e intelectual del otro, así como evaluar hasta qué punto compartimos un punto de vista del mundo; es decir, un debate es una forma de socialización, no de obtención de conocimientos: para eso, nada como la lectura de un buen puñado de estudios o ensayos sobre el tema objeto de glosa).
Este miedo a la incertidumbre también constituye una de las principales razones por las que resulta mucho más satisfactorio viajar a un lugar físicamente antes que hacerlo a través de libros o relatos de terceros: la mente quiere hacer evaluaciones instantáneas sobre todos los detalles sensoriales que recibe, archivar datos nuevos con alguna teoría. Podéis leer más sobre ello en ¿Por qué hay que viajar físicamente a un sitio (y no sólo leer sobre él)?
Foto | Jacques-Louis David | Washington irving
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