Todos asociamos el éxito de una persona a una mezcla de trabajo duro y un especial don. Por ejemplo, Mozart sin duda debía de ser un niño especialmente dotado si compuso aquella música tan hermosa. Bill Gates también debía de ser una suerte de superdotado de las computadoras.
Sin embargo, ¿y si en realidad no importara tanto el talento innato a la hora de sobresalir en alguna actividad? ¿Y si fuera verdad aquello de que cualquier trabajo es un 1 % de talento o suerte y un 99 % de transpiración?
Es evidente que el talento innato existe. No todas las personas nacen con las mismas disposiciones y habilidades naturales. Sin embargo, cada vez más experimentos psicológicos confirman que importa menos de lo que pensábamos el talento innato que el nivel de preparación.
¿Os gustaría ser estrellas del rock? ¿Grandes escritores? Es más fácil de lo que aparenta.
Uno de los estudios más famosos al respecto es el que llevó a cabo a principios de 1990 el psicólogo K. Anders Ericsson y dos de sus colegas en la elitista Academia de Música de Berlín.
Allí dividieron a los violinistas en tres grupos.
Grupo 1: las estrellas, los que tenían más potencial para ser músicos de talla.
Grupo 2: los que eran juzgados por sus profesores como simplemente buenos.
Grupo 3: los estudiantes que tenían escasas posibilidades de acabar dedicándose profesionalmente a la música.
A todos los estudiantes se les había preguntado cuántas horas habían practicado aproximadamente con su violín desde la primera vez que tomaron uno. En los tres grupos la respuesta fue parecida: todos empezaron a tocar alrededor de los 5 años de edad, y todos practicaban unas 2 o 3 horas semanales.
Sin embargo, cuando los estudiantes evocaron sus prácticas a partir de los 8 años de edad, empezaron a surgir diferencias. Los estudiantes del Grupo 1 respondieron que a esa edad duplicaron las horas de prácticas. A los 16 años, ya practicaban 14 horas semanales. A los 20 años era posible que algunos ya practicaran unas 30 horas semanales.
Todos los estudiantes que habían practicado ese gran número de horas (alrededor de las 10.000) pertenecían al Grupo 1, al grupo de las estrellas. Ninguno que practicara menos podía colarse allí, y viceversa. Los miembros del Grupo 2 sumaban como máximo 8.000 horas. El Grupo 3, apenas 4.000 horas.
Aquellos resultados eran demasiado precisos para resultar ciertos. ¿Todo dependía de las horas que habían invertido los estudiantes? ¿Todo era cuestión de callo?
Para asegurarse de que no habían asistido a una especie de casualidad, repitieron el mismo tipo de experimento con una clase de pianistas. ¿Sabéis cuál fue el resultado? Exactamente el mismo. El patrón era idéntico. Los pianistas más sobresalientes siempre habían sumado al menos 10.000 horas de prácticas en toda su vida.
Este resultado era del todo contraintuitivo: Ericsson no encontró músicos natos, esa clase de músicos que parecen nacer con el don de tocar brillantemente, como si lo llevaran escrito en los genes. Como Mozart. ¿O es que el caso de Mozart no fue exactamente así?
En la siguiente entrega de este artículo sobre el talento innato desvelaremos que Mozart, en realidad, perteneció al Grupo 1. Al igual que la mayoría de los grandes talentos en otras ramas artísticas.
Vía | El cerebro y la música de Daniel Levitin