Todo eso de que somos cosmopolitas, abiertos e integradores de culturas es un poco camelo. En en fondo, la mayoría de nosotros se inclina a juntarse y a preferir a las personas que se parecen a uno. Es decir, que discriminamos a los demás de forma inconsciente, y además tendemos a creer que los que pertenecen a nuestro grupo son mejores que los que pertenecen a otros (sesgo endogupal).
Como escribió Helen Fisher en un capítulo de The New Psychology of Love: “la mayoría de los hombres y mujeres se enamoran de individuos con los mismos antecedentes étnicos, sociales, religiosos, educativos y económicos, de quienes tienen un atractivo físico similar, una inteligencia equiparable, actitudes y expectativas, valores e intereses semejantes, y destrezas sociales y de comunicación análogas.”
La necesidad de semejanza incluso alcanza niveles infinitesimales. No solo muchas parejas se parecen físicamente, sino que tienen una anchura de nariz parecida y más o menos la misma distancia entre los ojos, como ha analizado Judith Harris en The Nurture Assumption.
Esta actitud casi endogámica tiene como efecto colateral que tendemos a escoger compañeros que viven cerca de nosotros al menos parte de nuestras vidas. Según un estudio de los años 50 reportado por Ayala Malakh Pines en Falling in Love, el 54% de las parejas que solicitaron licencia matrimonial en Columbus, Ohio, vivían a menos de 16 manzanas cuando empezaron a salir juntos, y el 37 %, a menos de 5. En la universidad también es más probable salir con gente que tiene el dormitorio en el mismo pasillo o en el mismo patio.
Así somos. Y por eso internet no es global, ni local, sino glocal.
Imagen | Uray_Zulfikar
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