A menudo me descubro a mí mismo, cual misántropo Ebenezer Scrooge que soy, rezongando por la estulticia de la gente que ya no solo me rodea sino que se digna a hablarme, de la oligofrenia de los ciclistas de carretera, del gregarismo de quienes hacen cola para ver el blockbuster que yo también quiero ver, de que las cafeterías se conviertan en guarderías a partir de las cinco de la tarde, de los ruidos del vecino, las charlas vocingleras de mis familiares, en fin, odiándolo todo y a todos.
Sin embargo, todo este rechazo a lo ajeno y querencia por lo propio emana de un profundo sesgo egoísta y egocéntrico. Porque probablemente yo también provoque en los demás los mismos o similares problemas.
Ceguera ante lo propio
Cuando criticamos a los demás enseguida se nos llena la boca de sapos y venablos. Nos complace comentar "oye, te has equivocado aquí", "esto no se escribe así", "no tienes ni idea de nada", "yo lo haría mejor que tú". Somos persistentes balizas morales para los demás.
Sin embargo, cuando nos critican a nosotros, nos ponemos a farfullar a la defensiva, algo que nos parecería ciertamente ridículo si lo hicieran los demás. Detectamos con mucha facilidad los patrones negativos de los demás, pero si las críticas se refieren a nosotros entonces nos oponemos a la generalización y exigimos ejemplos concretos (cada uno de los cuales podemos justificar): "¿cuándo hago yo eso?" "Sí, quiza´lo hice en ese momento, pero no me arrepiento, porque..."
Somos capaces de admitir nuestros defectos si sacamos nosotros el tema, en otro momento, en otra conversación, pero no justo cuando nos están fiscalizando. Y, si bien a veces admitimos una pequeña parte de la crítica que nos vierten, nos sumimos resoplando en la indignación cada vez que se menciona. Ello tiene cierto sustrato evolutivo, como explica Derren Brown en su libro en Érase una vez... una historia alternativa de la felicidad:
Vivir rodeado de gente es un asunto vulnerable, y el temor a la exclusión nos atenaza profundamente, obsesionándonos sin duda desde tiempos prehistóricos en los que ese rechazo implicaba la falta de protección vital y una muerte segura. Sospechar que nuestros iguales han identificado nuestras debilidades es algo perturbador. Esos relatos entran de nuevo en juego: podemos tener justificaciones complejas sobre por qué no bailamos en las bodas; el simple hecho de que nos digan que somos "aburridos" nos golpea negativamente, y nuestro impulso inicial es devolver el golpe.
La verdad del asunto es que, en esencia, todos somos muy similares, tanto en lo bueno como en lo malo. Y peor aún: en las mismas condiciones psicológicas y mismo contexto de los demás, actuaríamos probablemente igual. Así pues, si alguien es grosero con nosotros, o nos irrita de algún modo, quizá deberíamos ser conscientes de que esa persona tambien acarrea su propia carga. Séneca lo resumió muy bien:
Si hemos de ser justos de todo lo que sucede (...) no es justo culpar a un individuo por un defecto común a todos los hombres. Todos somos inconsiderados e imprevisores, irresolutos, susceptibles, ambiciosos: ¿a qué ocultar con palabras suaves la llaga pública? Todos somos malos. Así, pues, cada cual encuentra en su propio corazón aquello mismo que reprende en otro.
Sea como fuere, en aras del pragmatismo y la convivencia, quizá deberíamos evitar enredarnos en pensamientos demasiado destructivos sobre los comportamientos ajeno, soltar lastre, y simplemente ir a lo nuestro, relativizando un poco más. De esta manera, además, nos evitaremos sofocos cuando viajemos a un paraíso virgen o una gran monumento situado en algún lugar muy remoto y descubramos que está saturados de turistas gregarios. En el fondo, nosotros estamos contribuyendo a ser uno más de esos turistas gregarios.
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