La frase “dime con quién andas y te diré quién eres” adquiere un significado más profundo a la luz de diversas investigaciones sobre el contagio social. Ya no es que una persona se suela rodear de gente parecida a ella, sino que la gente que le rodea puede moldear más de lo que creemos cómo será finalmente esa persona.
Un ejemplo muy ilustrativo de esta afirmación es el relativo a la difusión interpersonal del comportamiento delictivo.
Y es que a poco que busquemos algún patrón en la delincuencia descubriremos que no hay apenas patrones. La delincuencia varía mucho en el tiempo (cambia de año en año) y también en el espacio (varía entre jefaturas y comisarías adyacentes).
Por ejemplo, el Ridgewood Village, Nueva Jersey, se cometen 0,008 delitos graves per cápita, mientras que al lado, en Atlantic City, la tasa es de 0,384. Es decir, 50 veces superior. ¿Acaso hay una barrera mágica que separa estos dos lugares?
Hay pruebas sustanciales que apuntan a que esta disparidad se debe en parte a la reverberación de las interacciones sociales: cuando los delincuentes actúan en un momento y lugar determinados, incrementan las probabilidades de que gente cercana a ellos cometa un delito.
Un estudio de tales efectos fue realizado por el economista Ed Glaeser, y demostraba que ciertos delitos se contagian con mayor facilidad que otros. Por ejemplo, es más probable que una persona se vea incitada a robar un coche cuando ve hacerlo a otro que a robar una casa o cometer un atraco, y esta influencia es aún menor en delitos como el incendio premeditado o la violación.
En otras palabras, cuanto más arriesgado o grave sea el delito, menos probable es que otros se animen a seguir el ejemplo.
Además, para ilustrar la naturaleza básicamente social del delito, basta decir que casi dos terceras partes de todos los criminales cometen sus delitos en colaboración con alguien.
Este contagio también se produce en comportamientos poco éticos. En la universidad Carnegie Mellon se pidió a los estudiantes que realizaran un examen de matemáticas difícil. En el centro del aula, los investigadores colocaron a un colaborador encubierto, que en un momento determinado empezó a copiar de manera manifiesta.
El resto de estudiantes, al ser testigos de esta falta, empezaron también a hacer trampas.
Pero lo relevante de este experimento es que el contagio de las trampas sólo aumentaba si el tramposo que iniciaba el contagio tenía un puesto especialmente conectado entre el alumnado. Si el tramposo, por ejemplo, llevaba una camiseta normal, los estudiantes mostraban mayor propensión a hacer trampas.
Pero si llevaba una camiseta de la Universidad de Pittsburg (la universidad rival de Carnegie Mellon), entonces los estudiantes no mostraban tanta propensión a hacer trampas.
Vía | Conectados de Nicholas A. Christakis y James H. Fowler