Sobre todo en el mundo de la publicidad, que algo se nos presente como una ventaja, sea cual sea, basta para convencernos de su compra.
La versión clásica de esto es la empleada para anunciar artículos alimenticios como “sólo el 5 % de materia grasa“ o similares. A primera vista, todos asumimos que este producto, per se, es más sano, o que nos facilitará controlar la línea. No obstante, muchos pasteles bajos en grasas, por ejemplo, están cargados de azúcar, y una porción puede contener tantas calorías como otras alternativas normales en grasas.
Es decir, lo que nos venden como una ventaja puede no serlo, a la luz de un análisis exhaustivo de ventajas-inconvenientes.
Lo mismo sucede cuando nos venden, por ejemplo, unos cereales en bolsa de papel de aluminio cuando estaban perfectamente crujientes en la vieja bolsa de plástico. O la supuesta ventaja de los productos homeopáticos: no tienen efectos secundarios. Sí, claro, pero ¿los tienen primarios? ¿No es preferible efectos secundarios si con ello hay más garantías de curar determinada enfermedad?
Esta clase de ardides funcionan muy bien porque probablemente nuestros cerebros son cognitivamente avaros.
Preferimos “eso es cierto” o “eso es falso” a “la parte factual de esa afirmación es verdadera pero sus supuestas ventajas no son reales”. Esto último nos exige distinguir el contenido fáctico de la implicación evaluativa de un enunciado y, si estamos viendo anuncios o envases de productos, eso puede suponer una tarea cognitiva excesiva. No es que seamos estúpidos, es sólo que ya estamos sometidos al bombardeo publicitario y hacemos cuanto podemos por filtrar los mensajes.
Vía | ¿Se creen que somos tontos? de Julian Baggini