En la entrega anterior de este artículo constatábamos que los grupos de personas, ancestralmente, se han mantenido con un máximo de 150 integrantes. Y que nuestros cerebros se han adaptado a esas densidades sociales durante miles de años.
Un tamaño de grupos que, casualmente, también se da en las organizaciones militares. Aunque existan ejércitos grandes, éstos se basan en complicadas jerarquías, normas, regulaciones y medidas formales para mantener la lealtad y la cohesión.
Como de nuevo indica Dunbar:
Con el paso del tiempo, los estrategas militares han comprobado que, por norma general, si se quiere contar con unidades eficaces, éstas no deben sobrepasar los doscientos hombres. Sospecho que esto no se debe sólo a cómo se ejerce el control y la coordinación por parte de los generales, sino también a que las compañías se bloquean a partir de ese número, a pesar de todos los avances tecnológicos en medios de comunicación que se han producido desde la Primera Guerra Mundial. Más bien, es como si los estrategas hubieran descubierto, a base de ensayo y error a lo largo de los siglos, que resulta muy difícil que un número mayor de hombres consiga sentirse cercano a los demás y, por tanto, puedan trabajar juntos como una unidad eficiente.
En grupos reducidos, dentro de estos márgenes, pues, las personas se sienten más unidas, forman piña, algo que es importante si se quiere llevar una vida comunitaria eficaz y fructífera. Si la comunidad, sin embargo, crece demasiado, ya no se realiza tanto trabajo en común, y la gente empieza a ver caras que no conoce. Caras que su cerebro es incapaz de conocer.
¿Entonces cómo nos las arreglamos para vivir como lo hacemos ahora? ¿Cómo mantenemos la cohesión en grupos de miles e incluso millones de personas, como los que se forman en las grandes ciudades del planeta?
Es fácil: no atendemos a ello. Fijaos en lo que ocurre habitualmente en una comunidad de vecinos. A la larga, empieza a funcionar como una especie de grupo social. Como una mini ciudad dentro de la ciudad. Con sus propias normas. Incluso con sus propios protocolos de exclusión de la comunidad. Hay líderes, lacayos, traidores. Pero en general todos se conocen entre sí.
La gente también crea psicológicamente pequeños grupos dentro del caos de la ciudad, guettos socioculturales. Y si bien es consciente de que en la ciudad hay mucha gente, estas personas son, a efectos psicoemocionales, algo así como zombis. Los vemos pasar, pero no solemos mover un dedo por ellos, como si fueran de otro clan vecino.
Es cierto que luego existen ideologías formadas alrededor de grupos mucho más grandes. Por ejemplo, los nacionalismos (aunque irónicamente dentro de un grupo nacionalista también se dan nacionalismos aún más provincianos: los de determinado barrio se perciben mejor que los barrios vecinos; luego hay calles que compiten por ser las mejores decoradas entre las demás calles vecinas; luego hay comunidades de vecinos que recelan de las comunidades de vecinos de enfrente).
Pero los nacionalismos, por ejemplo, no nacen integrando conscientemente a todos los habitantes del país en particular. Cuando un nacionalismo está formado por 7 millones de personas, los nacionalistas no piensan en 7 millones de personas sino en los individuos más próximos. Esos 7 millones de personas, entonces, se convierten en algo así como en una nebulosa de seres humanos, parcialmente definida, inexistente a efectos psicoemocionales.
Ello podemos comprobarlo en los efectos psicológicos que nos causan la muerte de 15 individuos en un atentado terrorista, por ejemplo. O los 1.000 muertos en accidentes de tráfico al año. Estas cifras nos causan pavor porque los medios de comunicación intensifican su tono emocional. Por eso el terrorismo funciona, o creemos que deben aplicarse medidas cada vez más punitivas hacia el tráfico rodado.
Sin embargo, matemáticamente, el terrorismo o los accidentes de tráfico, al menos a nivel porcentual, palidecen sin los comparamos con los accidentes mortales que se producen en las bañeras de los domicilios, o por el atragantamiento de huesos de pollo, o por otras causas que no cuentan con el apoyo mediático.
Por eso hay gente que se aterriza al subir a un avión pero luego puede fumar durante 40 sin sentir ninguna amenaza, a pesar de que mueren mucha más gente por fumar que por viajar en avión.
Estas discrepancias emocionales hacia la muerte de los semejantes (apenas nos conmovió la muerte de miles de personas en las Torres Gemelas porque los muertos fueron, en efecto, demasiados) se desprenden de nuestra incapacidad por conocer profundamente a grupos de más de 150 individuos.
Cuando nuestro cerebro, habituado a estar rodeado de esa cifra límite, se enfrenta a noticias de, por ejemplo, 15 muertes, nuestra alarma respecto a esos 15 decesos se funda en relación a una población de 150 individuos y no una población de 7.000 millones de habitantes, como el la población humana.
Dicho de otro modo: cuando nos avisan de que ha habido 15 muertes, para nosotros representa la extinción del 10 % de las personas que nuestro cerebro puede asumir de manera profunda. Lo cual, en efecto, es psicológicamente alarmante.
Estas limitaciones del cerebro ante los grupos grandes también tiene efectos en muchas otras áreas, como por ejemplo nuestra percepción de cómo se generan los nuevos inventos, las modas o incluso por qué nos parece que tengan sentido los derechos de autor tal y como se gestionan actualmente. Tema, éste último, que prometo desarrollar ampliamente en otro artículo.
Vía | La clave del éxito de Malcolm Gladwell