La personalidad es un conjunto de costumbres, tendencias e intereses relacionados entre sí de un modo bastante vago, y que depende, en ciertos momentos, de las circunstancias y el contexto. Pero no somos capaces de percibir eso porque la gente acostumbra a tener mucho control sobre su entorno, lo cual ofrece una imagen de falsa coherencia en su personalidad.
Es decir: alguien se siente bien y es muy divertido en las fiestas, y por eso acude a muchas u organiza muchas. La gente deduce que es una persona divertida. Pero si sus amigos observaran a esta persona en todas las situaciones en las que no posee el control (un callejón oscuro, un trabajo estresante), probablemente la percepción cambiaría.
Mischel sostiene:
Cuando nos encontramos a una mujer que a veces parece hostil y muy celosa de su independencia pero que otras parece más bien pasiva, dependiente y femenina, nuestra válvula de reducción nos hace escoger entre una de las dos actitudes. Así, decidimos que una pauta está al servicio de la otra, o que ambas están al servicio de un tercer motivo. Debe de ser una mujer muy castradora, bajo una fachada de pasividad. O bien es una mujer cálida y dependiente con una imagen exterior de agresividad como modo de autodefensa.
Más experimentos que evidencian el poder del medio a la hora de determinar cómo se despliega nuestra personalidad fueron, por ejemplo, los realizados a principios de los años 1970 por un grupo de científicos sociales de la Universidad de Stanford, dirigido por Philip Zimbardo.
El experimento consistió en crear una prisión falsa en el sótano de la Facultad de Psicología. Escogieron a unos cuantos varones, todos normales y saludables, como demostraron una serie de pruebas psicotécnicas. Una mitad asumieron el rol de prisioneros, la otra mitad, de carceleros.
Los resultados arrojaron luz a la pregunta de si las prisiones son lugares tan peligrosos como la jungla porque están llenas de delincuentes o porque las prisiones son en sí son junglas que sacan lo peor de los delincuentes.
Al poco de empezar el experimento, por ejemplo, alguno de los carceleros, que incluso se había declarado pacifista, cayó en el rol del típico guardia amargado que impone una férrea disciplina a los demás.
Transcurridas treinta y seis horas, uno de los prisioneros empezó a ponerse histérico, y hubo que liberarlo. Otros cuatro más tuvieron que salir por “depresión emocional extrema, llantos, rabia y estados agudos de ansiedad.
Zimbardo pretendía que el experimento se alargara dos semanas, pero se vio obligado a cancelarlo a los seis días. La conclusión es que, además de la educación, los genes, los amigos que hemos conocido a lo largo de nuestra vida, etcétera… hay casos en los que alguien educado en una buena escuela, nacido en una familia feliz y en un barrio pudiente, puede cambiar radicalmente sólo modificando los detalles inmediatos de su situación.
Tal y como sucedió a los 11.000 escolares entre 8 y 16 años que se usaron en la década de 1920 en un experimento liderado por Hugo Harsthorne y Mark A. May, en Nueva York. Los sometieron a tests diseñados para medir su grado de honestidad.
Les hacían resolver problemas en diferentes contextos: con vigilancia del profesorado, solos, solos pero con los libros donde aparecían las soluciones, en sus propios domicilios y toda clase de combinaciones.
Muchos niños engañaron, como es obvio. Pero al buscar pautas en los engaños, los investigadores se quedaron asombrados. Lejos de las obviedades del tipo que los más mayores engañaban más que los más pequeños, o que las niñas y los niños engañaban por igual, no existían pautas fijas ni grupos coherentes de engaño.
Había niños que engañaban cuando resolvían los problemas en casa, pero no lo hacían en el colegio y viceversa. Había quien engañaba en determinados tipos de pruebas y no en otras.
Finalmente, repitieron las pruebas seis meses después bajo las mismas circunstancias: los rangos de engaño fueron similares, y los mismos que entonces hicieron trampas, las hicieron después. Sin embargo, al modificar alguna variable, todo cambiaba, tanto los tramposos como las formas de hacer trampa.
Ambos investigadores concluyeron que un rasgo como la honestidad no es un rasgo fundamental ni unificado. Pero nos sigue resultando difícil imaginar a una persona que es capaz de ser honesta en algunas cosas pero deshonesta en otras, u honesta con determinadas personas o en determinados lugares, pero muy deshonesto con otras personas y en otros lugares. Porque ¿cómo enjuiciaríamos entonces a una persona?
Quizá asumiendo que no podemos hacerlo fácilmente podamos combatir algunos problemas cotidianos de una forma más efectiva, como demostraré en la última parte de esta serie de artículos.
Vía | The tipping point de Malcom Gladwell