Con los años he aprendido a no escandalizarme cuando me dicen que han disfrutado con tal o cual película. Antes no lo hacía, como la mayoría. Porque La gente acostumbra a usar tus preferencias cinematográficas para catalogarte, estimar tu inteligencia, y tu grado de inmersión en lo cool, en lo in, en lo que se lleva. Es una manera como otra cualquiera de discriminar a la gente que no nos interesa, pero lleva aparejado un problema: que muchos fingen, incluso frente a sí mismos, que una película les gusta aunque sea un auténtico ladrillo.
El postureo, pues, es inherente a cualquier contemplación de arte. Y para romper una lanza a favor de la naturalidad y el “todo es disfrutable” en el cine, empezaré yo mismo confesando algunos de mis placeres culpables: toda la filmografía de Pajares y Esteso, Alfredo Landa y Paco Martínez Soria, las comedias francesas de Louis de Funes, filmes ochenteros como La mujer explosiva, Mejor solo que mal acompañado o Una pandilla alucinante, despiporres como Ford Fairlane, y un largo etcétera de cine anti-Goddard que, sin embargo, me ha hecho disfrutar tanto del cine como muchas otras obras consideradas sesudas.
Además, nuestra opinión sobre una película puede ser fácilmente manipulable. No sólo importa lo que hemos escuchado antes de verla, o el nombre del director, sino también las críticas que leemos después. Yo mismo he acabado entronizando como obras maestras películas que, en su momento, me parecieron bodrios, como 2001 Una odisea en el espacio. Aún recuerdo el día en que salí del cine tras ver El protegido: a mi acompañante le había parecido un pestiño aburridísmo, pero tras dos horas de charla, le convencí de que era una de las mejores películas de superhéroes jamás rodada. Y se lo creyó de verdad.
Todo esto suena a que no tenemos opiniones propias e individuales, que somos veletas sometidos a los vientos colectivos, que nuestra cacareada independencia es solo una quimera. Y así es, en cierto modo. Durante las últimas décadas, la psicología (y más recientemente la investigación neurocientífica) ha aportado quintales de pruebas de que nuestro pensamiento independiente probablemente sea una ilusión de nuestro ego: no somos árbitros suficientes para saber juzgar nuestras propias experiencias y, como animales sociales que somos, necesitamos conocer las opiniones ajenas, tanto de lo que hacemos nosotros (a fin de forjar nuestra reputación) como de lo que hacen los demás (a fin de calibrar la reputación ajena en aras de interactuar con esas personas de la forma adecuada).
El ser humano, pues, no es independiente, sino que es interdependiente. Estamos sometidos a influencias y contrainfluencias. Cuando nuestra opinión coincide con la opinión mayoritaria, sobre todo si esa mayoría la componen miembros a los que respetamos, entonces nuestro cerebro es feliz. Es la razón de que existan las listas de los más vendidos, o que las críticas cinematográficas sean tan leídas. Y es que ya sentenció el economista John Maynard Keynes que más fácil equivocarse con la multitud que enfrentarse a la multitud y decir la verdad.
Como muestra de ello, un experimento ya clásico: el investigador Solomon Asch mostró tres líneas de distinta longitud a un grupo de voluntarios. En realidad, la mayoría de las personas trabajaban para Asch y debían afirmar que las líneas tenían la misma longitud. Frente a esta presión grupal, los voluntarios auténticos manifestaron que así era en un 70 % de los casos, aunque era evidente que las líneas eran distintas. ¿A que mola Goddard?
Imagen | Juanedc
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