De tanto analizar el video de cuatro segundos y medio de conversación de aquella familia, Condon empezó a detectar toda clase de micromovimientos y otros patrones que se repetían sin cesar. Los tres miembros de la familia participaban inconscientemente en lo que Condon denominó “sincronía interactiva”.
La conversación poseía una dimensión física rítmica. En cada fotograma, cada persona movía un hombro, una mejilla, una ceja o una mano, mantenía el gesto, lo detenía, cambiaba de dirección y volvía a empezar de nuevo. Dichos movimientos se acompasaban perfectamente con las palabras que esa misma persona pronunciaba (enfatizando, subrayando, elaborando el proceso de articulación), de manera que, en efecto, el hablante estaba danzando su propio discurso.
Simultáneamente, las otras personas de la mesa danzaban también, moviendo la cara, los hombros, las manos y todo su cuerpo al mismo ritmo.
Investigaciones posteriores han revelado que esta armonía existe no sólo en la secuencia de gestos, sino también en el ritmo de la conversación. Cuando dos personas hablan, el volumen y la entonación de ambos se nivelan. Se equilibra lo que los lingüistas llaman tasa de discurso, es decir, el número de sonidos por segundo.
Lo mismo ocurre con la latencia o lapso de tiempo que va desde que uno de los hablantes hace una pausa hasta el momento en que el otro comienza a hablar.
Ya un bebé de uno o dos días sincroniza naturalmente los movimientos de su cabeza, codos, hombros, caderas y pies con los modelos de diálogo de los adultos que los rodean. Imaginad, pues, hasta qué punto la gente que nos rodea influye en cómo hablamos, nos movemos y, en suma, nos comportamos.
Por supuesto, tal y como ocurre con todos los rasgos humanos especializados, hay personas que dominan estos reflejos mejor que otras. De ahí nacen personalidades más potentes o persuasivas: las que son capaces que los demás bailen más a su ritmo, estableciendo los términos de la interacción.
A todo esto hay que sumarle lo que se podría llamar “contagio emocional”, que surge de la empatía natural que todos poseemos, así como la inevitable tendencia al mimetismo. Es decir, que si nuestro interlocutor sonríe, es más probable que nosotros sonriamos.
Bajo esta premisa, los psicólogos Elaine Hartfield y John Cacioppo, junto con el historiador Richard Rapson, dieron un paso más allá. En la siguiente y última entrega de esta serie de artículos sobre lo que pasa en cuatro segundos y medio de conversación os revelaré las conclusiones a las que llegaron.
Vía | La clave del éxito de Malcolm Gladwell