Si bien soy el primero al que le vienen ramalazos de convertirse en eremita para ver el mundo desde una atalaya, en plan que siga girando el mundo que yo me bajo, lo cierto es que todos nosotros estamos interconectados más de lo que creemos. Y, aunque el prójimo acostumbra a ser un tocacojones, sin el prójimo nuestras vidas serían miserables.
En ese sentido, Thoreau se equivocó bastante cuando se fue a vivir al campo en plan autosuficiente. Primero porque si todos hiciéramos eso, la Tierra no soportaría nuestro impacto medioambiental (mirad el artículo Las ciudades son más ecológicas que el campo). Segundo: se sabe que la madre de Thoreau iba de vez en cuando a su cabaña a lavarle la ropa.
Y es que, hagamos lo que hagamos, seamos quienes seamos, todos compartimos rasgos culturales, sociales y políticos con sociedades distribuidas por todo el planeta. Por ejemplo, si te dedicas a los negocios, probablemente precisarás de la ayuda de la fonética asiria, de la imprenta china, del álgebra árabe, de la numeración india, de la doble contabilidad italiana, de las leyes mercantiles holandesas o de los circuitos integrados californianos.
Porque todos nosotros no sólo consumimos los recursos de otros sino también sus inventos. El pan que comemos fue concebido por primer vez en la Mesopotamia neolítica. La forma de hornearlo fue inventado por un cazador-recolector mesolítico. Porque, por separado, disponemos de escaso conocimiento, fragmentado y, con frecuencia, contradictorio. Pero colectivamente disponemos de cosas como la Wikipedia. El fin de esta cooperación es, tal y como dijo Adam Smith, “que una menor cantidad de labor produzca una mayor cantidad de trabajo”.
Tal y como señala Matt Ridley:
En las dos horas desde que me levanté de la cama, me bañé con agua calentada por la compañía de gas North Sea, me afeité usando una maquinilla estadounidense con electricidad producida por carbón británico, comí una rebanada de pan hecha de trigo francés, untada con mantequilla neozelandesa y mermelada española, después me hice una taza de té utilizando hojas cultivadas en Sri Lanka, me vestí con ropas de algodón de la India y lana de Australia, con zapatos de cuero chino y goma malaya, y leí un periódico hecho de pulpa de celulosa finlandesa y tinta china. Ahora estoy sentado frente a un escritorio escribiendo en un teclado de plástico tailandés (que probablemente comenzó su vida en un pozo petrolero árabe) para poder mover electrones a través de un chip de silicio coreano y algunos cables de cobre chileno.
Para realmente entender hasta qué punto ser autosuficiente es una servidumbre o un retraso, basta con echar un vistazo a un experimento realizado en 2009 por el artista Thomas Thwaites, que intentó fabricar su propio tostador sin ayuda de nadie. Además de buscar y encontrar hierro, cobre, níquel, plástico y mica (un material aislante alrededor del cual se envuelven las piezas de calentamiento), hubo algunos elementos que les fue casi imposible de encontrar.
Por ejemplo, el plástico está hecho de petróleo, el cual no podía fácilmente extraer, y mucho menos refinar por sí mismo.
Gracias a la magia de la especialización, un tostador mejor que el construido por Twaites puede comprarse por menos de 5 dólares. El de Twaites le costó meses de esfuerzo.
Siguiendo la misma línea, Kelly Cobb, de la Drexel University, trató de fabricar un traje para hombre con materiales que pudiera encontrar en un radio de 150 kilómetros.
Lograrlo requirió 20 artesanos y un total de 500 horas+hombre, y aun así tuvieron que obtener el 8 % de los materiales fuera del radio establecido. Según Cobb, si hubieran trabajado durante un año más, podrían haberlo conseguido todo dentro de los límites marcados. En pocas palabras, encontrar el material a nivel local multiplicó el costo de un traje unas cien veces.
Una vez tienes el traje, hay que lavarlo. Y como Thoreau, seguro que se lo pediríamos a nuestra madre. O a la lavadora.
Vía | El optimista racional de Matt Ridley