Aunque a nadie le gusta sufrirlo, el dolor es un excelente mecanismo de defensa y, sin él, nuestra vida sería particularmente complicada, como ya os expliqué en Menos mal que sentimos dolor: la insensibilidad congénita al dolor. Por otro lado, el dolor también tiene más de psicológico y de cultural de lo que creemos. De modo que no todo el mundo lo sufre del mismo modo.
Por ejemplo, el neurocientífico Bob Coghill y sus colegas de la Universidad Wake Forest de Carolina del Norte, en Estados Unidos, analizaron el cerebro de varios sujetos con ayuda de imágenes obtenidas mediante resonancia magnética nuclear mientras les sometían a un mismo estímulo doloroso, comprobándose que cada sujeto tenía una sensibilidad diferente al dolor.
Tal y como explica el propio Coghill, el tálamo, la región que recibe el mensaje doloroso de los nervios y que se encuentra en el centro del cerebro, encima del hipotálamo, se activa en todos nosotros de manera similar. No obstante, una vez que la señal alcanza el cerebro:
cada persona valora la información basándose en su experiencia previa, sus emociones y sus expectativas. (...) El dolor no sólo es el resultado de un proceso de señalización originado en la zona del cuerpo dañada, sino que surge de la interacción entre esa señalización y una información cognitiva exclusiva de cada paciente
Arne May, de la Universidad de Hamburgo, también comprobó en un experimento que la anticipación del dolor hace que su intensidad aumente.
Un reciente estudio alemán publicado en la revista Pain también sugería que las palabras empleadas para describir un dolor influyen en cómo registramos tal dolor. Por ejemplo, si describimos que el pinchazo de una vacuna va a ser “casi imperceptible” nuestro cerebro siente mucho menos dolor que si antes de aplicarla lo describimos como “horrible” o “desolador”.
La antropóloga médica Yewoubdar Beyenne, procedente de Etiopía, se asombró al comprobar cómo se vivía la menopausia en Estados Unidos: ella ignoraba que pudiera ser causa de depresiones y otros trastornos emocionales y físicos. La menstruación, pues, podía ser un hecho más traumático para una estadounidense que para una mujer etíope, sencillamente porque parece que la cultura vigente así lo dictaba.
Uno de lo estudios más populares sobre cómo se percibe el dolor en entornos culturales distintos y de cómo éste se propaga casi como una epidemia es el referido al dolor de espalda en Alemania antes de la caída del Muro de Berlín. El dolor de espalda entre los alemanes orientales era menos frecuente que entre los occidentales, pero transcurridos diez años desde la reunificación, a los ex alemanes orientales empezó a dolerles tanto la espalda como a sus vecinos. Lo cual también podría despejar el misterio de que las personas que se quejan de dolor de espalda varíe tanto entre países industrializados, tal y como señala Nicholas A. Christakis en su libro Conectados:
En Estados Unidos, el índice de dolor de espalda entre la población activa es del 10 por ciento, en el Reino Unido, del 36 por ciento, en Alemania, del 62 por ciento, en Dinamarca, del 45 por ciento, en Hong Kong, del 22 por ciento.
En la Universidad de Northwestern, en Chicago, también se realizaron escáneres cerebrales para evaluar la respuesta al dolor de individuos que habían sufrido una lesión de la espalda, hallándose que la respuesta emocional de cada persona a la lesión es distinta e involucra la comunicación entre dos regiones del cerebro: la corteza frontal y núcleo accumbens.
En los dolores de cabeza (tanto migrañas como cefaleas tensionales) se han encontrado correlaciones también significativas en relación a los factores psicológicos que incrementan o decrementan el dolor. Y es que el dolor y, particularmente, el dolor crónico, tiene un componente anímico destacable. El estrés puede actuar desencadenando, manteniendo o aumentando las crisis migrañosas en personas predispuestas biológicamente.
Vía | Muy interesante