En la novela Jitanjáfora: desencanto (que próximamente saldrá al mercado y que será en la segunda parte de Jitanjáfora) a raíz de estas ideas se imagina una cofradía que, como los huteritas o los amish, deciden organizarse en comunidades de no más de unas decenas de individuos a fin de evitar la náusea de asumir tanto conocimiento que hasta ahora había permanecido en la sombra, bajo la filosofía de que, superado determinado umbral perceptivo, una persona puede llegar a abolir sus capacidades cognitivas; de que demasiada información sólo desinforma; de que un amparaje superlativo funde los plomos de la atención.
De esta manera, los invididuos conseguirían recuperar su individualidad y su relevancia en el mundo; una especie de control de natalidad:
No por motivos maltusianos, sino meramente psicológicos. El cerebro del hombre está programado en base a grupos de congéneres de unos cuarenta o cincuenta miembros: las tribus prehistóricas solían moverse en estos baremos. En las sociedades actuales, en las que el hombre debía convivir en macrocomunidades de miles o hasta millones de individuos, el cerebro se negaba a aceptar la realidad. Por ejemplo, si un ataque terrorista liquidaba seis vidas, el cerebro, anclado en el pasado, computaba esta pérdida como atroz: seis vidas menos en una comunidad de cuarenta podría suponer la destrucción de ésta; pero en ningún momento el cerebro asume que seis vidas en una realidad en la que conviven siete mil millones apenas debería infundirnos temor: no más temor que nos infunde la muerte por accidente doméstico, responsable de segar la vida a miles de personas al año. Otro ejemplo era la idea de sentirse especial cuando uno afirma «siempre me pasa lo peor a mí» o ideas agoreras del mismo estilo, que en una superpoblación no tienen sentido, tropiezan en una falacia provinciana, una realidad túnel: nadie en el primer mundo puede afirmar tales cosas parangonándose, por ejemplo, con los millones de habitantes del tercer mundo. O esa chica de veinte años que se considera muy alocada y vividora, muy cool, y que al ingresar en un salón de Chat lo hace bajo el nick de CrazyGirl; en ningún momento será consciente que en Internet deben de haber del orden de cien mil chicas que, como ella, han decidido ponerse el nick CrazyGirl para proyectar idénticos ideales: si lo fuera, el pudor no le permitiría llamarse como tantas otras que también se consideran únicas y especiales. Lo mismo sucede en la dimensión del arte, donde el público y sobre todo la crítica se empecina en sostener que en determinada época hay un Cervantes, un Shakespeare o un Van Gogh, cuando, estadísticamente, la ley de combinatorias culturales evidenciaría la existencia de varios millares de autores de similares características a Shakespeare. La crítica, aquí, obra a modo de criba para evitar que tales presupuestos entre en conflicto con la manera que tiene un cerebro de la Edad de Piedra de procesar el mundo.
O tal vez impondremos peajes a las autopistas por las cuales nos llegue tanta información sobre los demás que pueda eclipsar nuestra individualidad. Es decir, nos agruparemos en comunidades pequeñas incluso de manera virtual. Por ejemplo, diversificando las redes sociales y generando redes exclusivas y excluyentes.
Algunas comunidades florecientes, incluso, exigen una invitación de uno de sus miembros para poder acceder a ellas. La más reputada es aSmallWorld: sus miembros sólo pertenecen a la clase alta o a la VIP, como financieros o actores. Su fundador es un ejecutivo neoyorquino que mantiene en secreto la lista de sus miembros, aunque se barajan nombres como el de Tiger Woods y Alejandro Agag. Como en los restaurantes más exclusivos, la lista de espera para entrar en aSmallWorld es de meses.
Los cambios que producirán las redes sociales que pronto formarán parte de nuestras vidas son inciertos. Quizá, fantaseando un poco, se generará algo que ya conjetura el divulgador Steven Johnson en su libro Sistemas emergentes, donde hace una analogía con las colonias de hormigas, donde la colonia es un superorganismo que funciona en base a la suma de millares de decisiones simples tomadas por hormigas individuales ajenas al proyecto mayor de la colonia:
Reemplacemos hormigas por neuronas, y feromonas por neurotransmisores y podríamos estar hablando del cerebro humano. De modo que si las neuronas pueden concentrarse para formar cerebros conscientes, ¿es tan inconcebible que ese proceso pueda reproducirse hacia un nivel superior? ¿No podrían los cerebros individuales conectarse unos con otros, en este caso a través del lenguaje digital de la Web, y formar algo mayor que la suma de sus partes, lo que el filósofo y sacerdote Teilhard de Chardin llamó la “noosfera”?
Vía | Sistemas emergentes de Steven Johnson