¿Un adolescente debería ir a la cárcel si comete un crimen?

La cuestiones morales de cualquier índole son tan peliagudas que permiten que dos personas inteligentes puedan pasarse la noche discutiendo sin llegar aparentemente a ninguna conclusión. Sin embargo, a poco que revises unos cuantos mamotretos sobre bioética te das cuenta de una verdad fundamental:

La mayoría de cuestiones éticas se fundan en resolver dónde debemos trazar la línea. Es decir, si todos somos animales, ¿dónde trazamos la línea que nos diferencie entre unos y otros? ¿En los homínidos? ¿Sólo en las criaturas que nazcan de un vagina humana? ¿Sólo en las criaturas que alcancen determinado Cociente Intelectual?

Lo mismo sucede con el aborto: ¿qué diferencia sustancial hay entre eliminar un óvulo, un espermatozoide, un óvulo fecundado, un feto de seis semanas, un feto de seis meses y un bebé de dos años? Todo es cuestión de grados, de líneas, de convenciones (sobre el tema del aborto ya traté más extensamente en Una visión científica sobre el aborto (I), (II), (III) y (y IV)).

Sin embargo, hay dos modos de trazar una línea o de llegar a un acuerdo (sea éste definitivo o sólo temporal): hacerlo arbitrariamente, por hacerlo de alguna manera. O hacerlo con el máximo de información objetiva sobre el asunto.

Por ejemplo, el respeto por los animales (e incluso las posturas más extremas sobre el vegetarianismo) se trazará de una forma mucho más consecuente y objetivamente beneficiosa si se funda en hechos objetivos científicamente contrastados: un animal experimenta dolor, pero ¿hasta qué punto debe estar desarrollado su sistema nervioso para que podamos sentir empatía por su dolor o aquello que parece externamente dolor? Sin esos conocimientos científicos, la gente, entonces, respeta más a un gato que a una cucaracha simplemente porque el gato es muy mono y la cucaracha es repugnante. (También los negros parecían repugnantes en su momento para el hombre blanco, así que la repugnancia no parece una buena brújula a la hora de tomar decisiones morales).

Las neurociencias también pueden afinar mucho mejor nuestras convicciones morales, nuestras líneas, en asuntos tan cotidianos como si un adolescente debería ir o no a la cárcel si comete un crimen. Hay abogados que intentan defender a sus clientes menores de edad de esta forma: su cerebro no está lo suficientemente maduro como para tener una responsabilidad penal plena. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos lleva años debatiendo si los menores de 18 años que, en principio, no tienen patología alguna y han cometido actos de aberrante violencia debería ser condenados a la pena de muerte.

Las nuevas tecnologías de imagen cerebral permiten forjar un dictamen mucho más sereno sobre el asunto.

Hay un área del cerebro que llamamos corteza prefrontal que sufre un retraso de maduración considerable con respecto al cerebro adulto. Y es un área implicada nada menos en todo aquello que conocemos como “más humano”, desde la ética, la moral y el razonamiento o la propia responsabilidad social, el control de las emociones y la impulsividad irracional hasta la planificación responsable del futuro de la propia vida del individuo. Esta parte del cerebro de la que hablamos, la corteza prefrontal, de hecho no termina de madurar hasta bien alcanzados los veinticinco o veintisiete años, que es cuando ya han aparecido ciertos neurotransmisores y se han terminado de aislar con mielina los axones, esos cables de conexión entre las neuronas que conforman los circuitos que codifican para las funciones que acabamos de mencionar.

No afirmo que estos datos neurobiológicos deban ser un atenuante en un tribunal de justicia, sino que esta clase de conocimientos nos permitirán, posiblemente en un futuro, establecer penas o castigos más coherentes. Que un adolescente nos parezca más o menos maduro o más o menos responsable es lo de menos: lo que a mi juicio importa son las pruebas neurobiológicas de que eso es realmente así.

(Tampoco, por supuesto, estoy sugiriendo que, una vez determinado que los adolescentes son inmaduros a ese nivel, se deba evitar condenar a muerte a un adolescente: las líneas y las leyes se establecen también por motivos ajenos a la ciencia: convivencia, paz social, herencia cultural, religión, etc. Lo que afirmo es que esta clase de información más objetiva podría permitir una mejor articulación en todos los sentidos de nuestras intuiciones morales).

Cada vez más, los tribunales de justicia, o cualquiera que defienda una postura bioética, deberán recurrir a una fuente de información contrastada y eminentemente más objetiva a fin de respaldar sus afirmaciones. Y esa fuente ya no será exclusivamente, como hasta ahora ha sido, el Derecho Romano, la Filosofía o la charla de café, sino los increíbles avances en las ciencias naturales.

Durante la pubertad y la adolescencia hay, de nuevo, una vorágine de cambios y recambios de las neuronas. El ejemplo de algunos números estimados para tres áreas diferentes del cerebro, todas ellas en el lóbulo frontal, puede ayudar a entender estos cambios. Son las áreas 4 (corteza motora), 10 (área frontopolar) y 44 (área opercular) de Brodman. Áreas de asiento de importantes redes neuronales que participan en la elaboración tanto de la conducta motora como de los procesos mentales. Así y en lo que refiere a la pérdida de neuronas desde los doce a los quince años, hay para el área 4 un descenso del 4,3 por ciento; un descenso del 8,5 por ciento para el área 10 y otro 17,8 por ciento para el área 44. Por el contrario, las neuronas que permanecen aumentan su volumen. Así para el área 4 hay un incremento del 19,7 por ciento; un incremento del 52,12 por ciento para el área 10 y uno del 72,32 por ciento para el área 44. Posiblemente, algún día todo esto nos ayude a entender mejor ese período convulso que es la pubertad y la adolescencia.

Vía | El científico curioso de Francisco Mora

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