Es frecuente la siguiente reflexión (sobre todo en el ámbito de un bar carajillero): el día que me diagnostiquen una enfermedad mortal incurable, que se preparen, saldré a la calle y saldaré unas cuentas, y repartiré también un buen puñado de bellotas, ra-ta-ta-ta, tanto gilipollas y tan pocas balas, quemaré bancos, cazaré al rey como cazó el elefante, me saltaré las autopistas de peaje sin pagar ni un céntimo…y, hip. O algo así.
Es decir, parece que estamos dispuestos a cometer mayores locuras cuando nuestra esperanza de vida es menor. O dicho de otra manera más técnica: en general, cuanta menos seguridad tenemos, más gravosamente descontamos nuestro futuro.
Si los adictos a la heroína están más predispuestos a participar en actividades de alto riesgo, como la prostitución o la delincuencia, porque su riesgo cotidiano de morir (por una sobredosis, por enfermedad, etc.) es mucho mayor del habitual.
Las tasas de homicidios también se incrementan en adolescentes entre varones jóvenes cuando viven circunstancias especialmente crudas, tal y como describen los investigadores Martin Daly y Margo Wilson:
En nuestra propia investigación en los barrios de Chicago, la desigualdad de ingresos era, como de costumbre, un excelente factor de predicción de las tasas de homicidio; pero descubrimos un factor de predicción todavía mejor: la esperanza de vida de la zona (eliminando los efectos de los homicidios en la mortalidad para evitar la realimentación). […] Lo que aquello nos sugería era que los comportamientos competitivos peligrosos que conllevan un desdén implícito hacia el futuro se ven exacerbados por los indicios de que uno vive en un tipo de medio social donde el futuro puede verse truncado.
No tener nada que perder es un fuerte acicate para hacer determinadas cosas que en condiciones normales nunca haríamos. Cuando eres joven y vives en un barrio donde apenas puedes contar con tu estatus social y un puñado de dólares en el bolsillo, vale la pena jugarse la vida en una pelea a navajazos con tal de impresionar potencialmente a las mujeres.
Tal y como explica el economista Tim Flannery en su libro Aquí en la Tierra:
Uno de los efectos mejor documentados de vivir con una amenaza constante de muerte debido a la guerra o a las epidemias es el aumento de actividad sexual promiscua. Los diarios de Samuel Pepys, que documentan sus aventuras en el Londres del siglo XVII, fueron escritos durante un periodo en el que el gran incendio, la peste y los holandeses amenazaban simultáneamente la ciudad. Y cuando peores eran las amenazas, más practicaba Pepys el sexo, ya que al parecer tanto su propia libido como la de incontables mujeres se veían azuzadas por el peligro.
Más recientemente, en la Segunda Guerra Mundial, incluso las autoridades británicas se vieron obligadas a repartir condones y educación sexual para combatir la creciente propagación de enfermedades venéreas durante los bombardeos.
Parece que, a medida que disminuyen nuestras perspectivas, aumenta el poder de nuestros genes egoístas sobre nuestros mnemes.