Ahora que llega el calor, se hace más evidente que no todo el mundo dispone de desodorantes en el baño (o al menos, que no los usan con frecuencia). Con todo, el desodorante ya es un elemento común en la mayoría de hogares, aunque no precisamente novedoso.
Ya hace 5.500 años, todas las civilizaciones importantes han dejado rastros de sus intentos por fabricar desodorantes o cualquier sustancia que solucionara el problema del olor corporal. Vamos, dejar de oler a tigre. Los antiguos egipcios, por ejemplo, recomendaban un baño aromático y, tras él, una aplicación de aceites perfumados en las axilas.
También los egipcios descubrieron algo que los científicos han acabado constatando: que la eliminación del vello de las axilas reduce considerablemente el olor corporal, porque el pelo incrementa la posibilidad de que las bacterias vivan, proliferen y se descompongan, produciendo los malos olores.
Con todo, la relación entre sudor y olor se comprendería de verdad al descubrirse las glándulas sudoríparas en el siglo XIX.
El problema de los desodorantes, sin embargo, es que tratan de matar moscas a cañonazos. Los desodorantes disimulan el mal olor aplicando un olor agradable más intenso, pero no ataca la raíz del problema: la persistente humedad bajo los brazos. Sin esta humedad, las bacterias no podrían multiplicarse.
Se llevó a cabo un experimento consistente en acumular sudor humano apocrino fresco, y se demostró que era inodoro. Conservado durante 6 horas a la temperatura de una habitación (con la consiguiente multiplicación y muerte de bacterias), adquirió su olor característico. Cuando se procedió a refrigerar el sudor del mismo origen, no se desprendió olor alguno.
Vía Las pequeñas cosas de cada día de Charles Pananti