Siempre que tengo acidez de estómago después de una cena copiosa, no puedo evitar recordar aquella escena de la película El chip prodigioso (Innerspace), de Joe Dante, en la que el protagonista emplea los ácidos de su estómago para deshacer la cápsula enemiga que se cuela dentro de su cuerpo, piloto malvado incluido: “en lugar de Maalox (un popular fármaco antiácido) voy a darte al malo…“
Y es que determinadas comidas pueden convertir nuestro estómago en verdaderos depósitos de fuego ardiente.
Esto ya lo sabía el hombre primitivo, que tuvo que padecer indigestiones más graves que las nuestras. Y que, ya al iniciarse la escritura, estaba extendida la consulta a los médicos a fin de aliviar trastornos estomacales.
Los primeros remedios, empleados por los sumerios en el 3500 a.C., eran la leche, las hojas de menta piperita y los carbonatos. Los médicos sumerios ya habían descubierto empíricamente que las sustancias alcalinas neutralizan la acidez de estómago.
Actualmente, los antiácidos actúan oponiendo iones negativos a los iones positivamente cargados que hay en el ácido clorhídrico del estómago. A su vez, esto inhibe la producción de pepsina, otro poderoso componente del jugo digestivo, que puede ser muy irritante para la mucosa gástrica.
La primera marca importante que hizo la competencia al bicarbonato apareció en 1873, con el nombre de leche de magnesia Phillips. Fue creado por un ex fabricante de velas convertido en químico llamado Charles Phillips, en Glenbrook, Connecticut. Combinaba un antiácido en polvo con la magnesia laxante.
Vía | Las cosas nuestras de cada día de Charles Panati