Si habéis estado en Estados Unidos sabréis que raramente encontraréis en un restaurante un ketchup que no sea de la marca Heinz. Sin embargo, hallaréis sin dificultad diversas marcas de mostaza (y ya puestos, de sacarina, muchas más que de azúcar).
¿Por qué existe este fenómeno de monopolio alimentario? La razón precisa se ignora. Por más que se intenta sacar al mercado ketchups de mejor calidad o con sabores más sofisticados según expertos catadores, todos ellos acaban siendo relegados del mercado o convirtiéndose en salsas para espaguetis (para los cuáles sí que hay tipologías para dar y vender).
Según el experto mundial en los primeros años del ketchup, Andrew F. Smith (entre otros libros de referencia, es editor jefe de la Enciclopedia Oxford de la comida y la bebida en Estados Unidos), gran parte de la historia de la civilización culinaria podría narrarse a través del tomate.
Cortés transportó esta hortaliza/fruto a Europa desde el Nuevo Mundo. Los italianos los usaron para reemplazar a la berenjena. En el norte de la India, entró en el curry y en el chutney. Y, contra toda idea preconcebida, el mayor productor de tomate del mundo es China (sólo desde hace unos pocos años).
Pero para Smith, la más perfecta de las manifestaciones del tomate es el ketchup. Es barato, es un condimento y no un ingrediente (lo que permite aplicarse discrecionalmente en un restaurante) y, parafraseando el ensayo de Elizabeth Rozin El ketchup y el inconsciente colectivo, “el ketchup bien pudiera ser la única verdadera expresión culinaria del crisol de culturas”.
El ketchup fue creado en el siglo XIX, como consecuencia de la tradición inglesa de salsas de frutas y verduras y el encaprichamiento de los estadounidenses con el tomate. Pero lo que hoy conocemos como ketchup nació de otra forma, como refiere Malcolm Gladwell:
Surgió de un furibundo debate ocurrido en los primeros años del siglo pasado a propósito del benzoato, un conservante muy usado a finales del XIX. Havey Washington Wiley, jefe de la Oficina de Química del Departamento de Agricultura entre 1883 y 1912, llegó a la conclusión de que el consumo de benzoatos no era seguro para la salud, y el resultado fue un cisma que dividió el mundo del ketchup en dos. A un lado estaba el consorcio del ketchup, que creía que era imposible hacer ketchup sin benzoato y que éste no era dañino en las cantidades usadas. Por el otro lado había una banda renegada de fabricantes de ketchup: creían que el rompecabezas conservativo podría solucionarse mediante el uso de la ciencia culinaria.
La idea era hacer ketuchup con tomates maduros. Hasta entonces, el ketchup se había hecho con tomates inmaduros, y por eso eran finos y acuosos, porque eran bajos en un carbohidrato complejo conocido como pectina, que agrega cuerpo a la salsa. Pero con tomates maduros, el ketchup será más denso y, con ello, resistiría mejor la degradación.
Los ketchups del siglo XIX tenían un fuerte gusto a tomate, sin más que un ligero toque de vinagre. Los renegados argumentaron que, si se aumentaba en gran medida la cantidad de vinagre, se protegían en efecto los tomates por el procedimiento de conservarlos en escabeche, obteniéndose un ketchup superior: más sano, más puro y con mejor gusto. Ofrecieron garantías por su producto, convencidos de que el público pagaría más por un ketchup mejor. Tenían razón: los ketchups de benzoato desaparecieron. El líder de aquella banda de renegados era un empresario de Pittsburg llamado Henry J. Heinz.
Los cinco sabores fundamentales que reconoce nuestro paladar son el salado, el dulce, el ácido, el amargo y el umami. El umami es ese sabor propio de la sopa de pollo, el caldo de pescado, el queso viejo o la salsa de soja. Gusto a carne sin condimentar y con poca sal, pero mucho más intenso, con tendencia a rancio. El umami fue descubierto a principios de siglo. Y lo que hizo Heinz fue convertir en ketchup, sobre todo, en una fuente de umami.
También aumentó drásticamente la concentración de vinagre, consiguiendo que su ketchup tuviera el doble de acidez que el resto: así, además de ser una fuente de umami, también lo era de otro sabor, el ácido. También añadió más azúcar, consiguiendo que su ketchup también tuviera otro sabor: el dulce. Salado y amargo lo había sido siempre.
De modo que Heinz pulsaba las cinco notas fundamentales del sabor, sobre todo del umami, que en nuestro cerebro actúa informativamente como fuente de proteínas y aminoácidos.
El gusto del ketchup de Heinz comenzaba en la punta de la lengua, donde primero aparecen nuestros receptores de lo dulce y lo salado; después se desplazaba a lo largo de los lados, donde las notas ácidas parecen ser las más fuertes; luego llegaban a la parte trasera de la lengua, receptora de lo umami y lo amargo, en un largo crescendo. ¿Cuántos artículos del supermercado cubren el espectro sensorial de una manera tan completa?
Sin embargo, a pesar de estos profundos acercamientos a los rasgos del ketchup, ningún investigador ha dado con la clave por la que el ketchup Heinz parece ser casi el único que la población americana desea consumir.
Vía | Lo que vio el perro de Malcolm Gladwell