Trasladémonos a la sede central de la NASA en Cabo Cañaveral, concretamente al 19 de marzo de 1981. Cinco técnicos están desmontando un panel de una nave espacial de simulación para introducirse en una estrecha cámara trasera situada sobre los motores. Se estaban limitando a hacer un chequeo rutinario de los sistemas.
Y de repente, sin previo aviso, los cinco técnicos se desmayaron. Era la primera vez que la NASA podía perder una vida desde 1967, cuando tres astronautas habían muerto quemados durante un entrenamiento de Apolo I. ¿Cuál podía haber sido el desencadenante de tamaña catástrofe?
Precisamente era un efecto secundario de aquel desastre del Apolo I. La NASA, desde entonces, había decidido emplear gases inertes siempre que fuera necesario, a fin de evitar en lo posible otro incendio.
Lo explica así Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
En 1981, durante la misión Columbia, llenaron cada uno de los compartimentos que pudieran producir chispas con nitrógeno inerte (N sub2). La electrónica y los motores funcionan igual en una atmósfera de nitrógeno, y si salta una chispa, la apaga el nitrógeno, que tiene una forma molecular más fuerte que el oxigeno. Los trabajadores que entran en un compartimento inerte simplemente tienen que llevar una máscara de gas o esperar que se extraiga el nitrógeno y sea reemplazado por aire respirable, una precaución que no se tomó el 19 de marzo.
Lo que hace el nitrógeno es impedir que las neuronas y las células cardíacas absorban nuevo oxígeno, además de que roba el poco oxígeno que las células guardan para los momentos de escasez. Afortunadamente, no murieron los cinco técnicos, sino dos: John Bjornstad y Forrest Cole. Los otros salvaron la vida por muy poco, gracias a que los socorristas actuaron con celeridad.
Para ser justos con la NASA, hay que decir que durante las últimas décadas el nitrógeno también ha asfixiado a mineros en túneles y a trabajadores que operaban bajo tierra en aceleradores de partículas, y siempre en las mismas circunstancias, que parecen salidas de una película de terror. La primera persona que entra se desploma en segundos sin razón aparente. Una segunda y, a veces, tercera persona corren a asistirlo y sucumben también. Lo más terrorífico es que nadie lucha antes de morir. Nunca se presenta el pánico, pese a la falta de oxígeno. Eso le parecerá increíble a cualquier que haya estado atrapado bajo el agua. El instinto por no asfixiarnos nos empuja a la superficie. Pero nuestro corazón, pulmones y cerebro carecen en realidad de una forma de detectar el oxígeno. Estos órganos sólo juzgan dos cosas: si estamos inhalando algún gas, cualquier gas, y si estamos exhalando dióxido de carbono.
El nitrógeno burla este sistema. Es inodoro, incoloro y no produce ninguna acumulación de ácido en nuestras venas.