Existe un infierno en Indonesia (uno de tantos que puebla el mundo, matizará alguno). Está a 2.400 metros de altitud, en la cumbre del volcán Ijen, en la isla de Java. Se trata de una de las últimas minas de azufre a cielo abierto que sobreviven en el planeeta. Así que imaginaos el paisaje: la tierra es de color amarillo y una nube tóxica está permanentemente suspendida en el ambiente; si hay mucha humedad, entonces parece que cae una fina lluvia ácida.
Pero lo que de verdad convierte este lugar en un infierno es el grupo de condenados que recorre el volcán de arriba a abajo. Es un destacamento de unos 200 trabajadores que extraen las rocas de azufre con sus propias manos, rocas que se forman al enfriarse los gases sulfurosos que son expulsados por el volcán a través de largas tuberías. La mayoría son trabajadores jóvenes, pues los gases acaban matando a quienes llevan muchos años aquí. Unos minutos en este lugar son suficientes para notar los primeros efectos físicos, sobre todo en los pulmones. La única medida de seguridad, en un mundo donde no existen las máscaras de gas, es un trozo de tela de algodón que se muerde entre los dientes mientras se respira únicamente por la boca.
Y es que el azufre, a pesar de su peligrosidad, se vende a buen precio en el mercado para la fabricación de pesticidas, pomadas tópicas o neumáticos, de modo que estos trabajadores miserablemente pagados por sus patronos transportan las rocas en cestas de mimbre cargadas con 70 y 100 kilogramos de peso, andando descalzos o provistos de precarias chanclas de goma, sufriendo quemaduras químicas, caminando kilómetros desde la mina, a 2.400 metros de altitud, hasta la base del volcán, por un sendero con 300 metros de desnivel, desafiando precipicios, ocultándose de las súbitas ráfagas de aire enrarecido que pueden tumbar sus cuerpos enclenques de apenas 1,60 de altura y 55 kilos de peso.
Un buen día de trabajo se traduce en la extracción de unas 12 toneladas de azufre. Los que trabajan dentro de la mina no lo tiene más fácil: se dedican a separar el azufre de la piedra con varas de hierro o picos mientras notan cómo sus bronquios se carcomen por los gases azufrados (llamando a gritos a la bronquitis crónica, al enfisema pulmonar y al asma). Los ojos se llenan de un picor que les durará días enteros (el bióxido de azufre se transforma en ácido sulfúrico diluido cuando entra en contacto con la humedad de los ojos), rodeados de chorros de gas que superan los 2.200 grados centígrados, como si estuvieran rodeados de calderas de locomotora, rodeados de un intenso olor a huevo podrido. Por si todo eso fuera poco, los científicos llevan tiempo pronosticando que el volcán podría entrar en erupción en cualquier momento.
El sueldo para cualquiera que trabaje aquí: 35.000 rupias diarias (unos 4 euros), unos tres céntimos de euro por cada kilo de azufre recolectado. Sin contrato ni seguro de vida, por supuesto. Ellos, después de todo, se consideran afortunados, pues trabajando en un arrozal o un cafetal ganarían la mitad. Porque siempre hay lugares peores que el Infierno. Y son amarillos.