Gandhi odiaba el yodo. Y en la India hubo una gran cantidad de defectos de nacimiento. Y sal se convirtió en un problema político. Todos estos mimbres, a primera vista descabalados, están perfectamente imbricados.
Y es que, aún en nuestros días, persiste entre los habitantes de la India el rumor de que Mahatma Gandhi, el icono mundial de la paz, odiaba el yodo con todas sus fuerzas. Es lógico que odiara el uranio y el plutonio por lo que suponían: se podían construir bombas con ellos. Pero ¿el yodo?
Vayamos por partes. Durante su viaje por el continente europeo, el científico victoriano Humphry Davy hizo describió el yodo. Fue durante su estancia en París cuando Ampère, Clément y Desormes mostraron a Davy una sustancia que procedía de determinada alga marina, descubierta hacía solo dos años por Bernard Courtois. Al calentarse, esta nueva sustancia producía un vapor violáceo que se condensaba hasta generar cristales oscuros.
Inmediatamente, desde París, Davy escribió a la Royal Society para describirles la nueva sustancia y proponer el nombre de “yodo” para designarla, de la raíz griega para designar el color violeta.
Pero volvamos al pacífico Gandhi. Para protestar contra el opresivo impuesto británico a la sal, Gandhi dirigió al pueblo indio en 1930 en la famosa marcha a Dandi. Y es que la sal era muy importante para la India, pues siendo un país pobre como era, la sal era uno de los pocos bienes que podía producir por sí mismo. Sin embargo, los británicos gravaron la producción (8,2 %), algo tan desproporcionado como gravar a los esquimales por fabricar hielo.
Las protestas inspiradas por Gandhi se tradujeron, el 12 de marzo, en una marcha de 380 km compuesta por 78 seguidores y el propio Gandhi. A medida que avanzaba la marcha, se fue uniendo más gente, hasta el punto de que, al llegar a Dandi el 6 de abril, formaba una fila de más de 3 km de longitud. Gandhi, entonces, en una escena que quizá recuerde a la de Lo que el viento se llevó (juro por Dios que nunca pasaré hambre…), tomó del suelo un puñado de lodo salado y vociferó: “¡Con esta sal haré que se tambaleen los cimientos del Imperio [británico]!”.
A partir de entonces, los indios empezaron a hacer sal ilegalmente. Y entonces, también, empezaron a sufrir un gran porcentaje de defectos de nacimiento. El problema residía precisamente en la sal india: la sal común tiene poco yodo, un ingrediente esencial para la salud. Ya a principios del siglo XX, los países occidentales habían descubierto que añadir yodo a la dieta era la medida de salud pública más barata y eficaz que podía adoptar un gobierno para prevenir defectos de nacimiento y retraso mental.
La sal yodada, para los indios, era una imposición occidental, del Imperio británico, de modo que se negaba taxativamente a tomarla. La sal era del pueblo y para el pueblo. Pero las tierras de la India son pobres en yodo. Algo que también sucede en los lugares que se encuentran en las grandes cordilleras: los Andes, el Atlas, las tierras altas de Nueva Guinea, el Himalaya: las lluvias y las glaciaciones arrastran el yodo del suelo, hasta el punto de que las plantas de las que se alimentan los seres humanos también escasean en yodo.
Pero la sal ya se había convertido en un problema político, incluso en un problema epistemológico (la típica y tonta idea de que hay una ciencia oriental y otra occidental, y que la oriental es mejor que la occidental, algo de todo punto falso, como ya os expliqué en ¿Por qué la India es tan exótica y cool? La medicina alternativa como timo).
Tal y como explica Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
En 1998, cuando el gobierno federal indio obligó a prohibir la sal común en tres estados que todavía se resistían, se produjo una reacción negativa. Los pequeños productores familiares de sal protestaron por el coste añadido en el proceso. Los nacionalistas hindúes y gandhianos arremetieron contra la imposición de la ciencia occidental. Algunos hipocondríacos incluso se preocuparon, sin fundamento, de que la sal yodada pudiera difundir el cáncer, la diabetes, la tuberculosis y, lo más extraño, el malhumor. Estos oponentes trabajaron con ahínco, y tan sólo dos años más tarde, ante la mirada atónica y aterrorizada de Naciones Unidas y de todos los médicos de la India, el primer ministro revocó la prohibición federal de la sal común. Esto técnicamente sólo hacía legal la sal común en tres estados, pero en la práctica fue interpretado como una aprobación. El consumo de sal yodada cayó de golpe en un 13 por ciento en todo el país. Y aumentó la incidencia de defectos de nacimiento.
Afortudamente, la revocación sólo se extendió hasta 2005, cuando se volvió a prohibir la sal común. El problema del yodo en la India, sin embargo, quedaba irresoluble.
Sigue vivo el resentimiento en nombre de Gandhi. Con la esperanza de inculcar algo de amor por el yodo a una generación con menos vínculos con Gandhi, Naciones Unidas anima a los niños a llevarse a hurtadillas un poco de sal de su casa hasta la escuela. Allí, juegan con sus maestros a un juego de química haciendo ensayos de deficiencias de yodo. Pero ha sido una batalla perdida.
Una situación que pudiera parecernos bárbara, carpetovetónica. Pero me recuerda demasiado a lo que está sucediendo aquí mismo, en países europeos y del Primer Mundo, con el asunto de las vacunas: Los casos de sarampión en Madrid se multiplican por 20… por culpa de la fe irracional de la gente.
Siendo ya un elemento químico de número atómico 53, hoy en día sabemos que el yodo es un componente esencial de nuestra dieta: un consumo insuficiente del mismo puede acarrear enfermedades de distinta índole. Tanto es así, que ya el filósofo inglés Bertrand Rusell (1872-1970) empleó estos datos médicos a propósito del yodo para negar la existencia de un alma inmortal: “La energía para pensar parece tener un origen químico […] Por ejemplo, una deficiencia de yodo convierte a un hombre listo en un idiota. Los fenómenos mentales parecen estar ligados a la estructura material”.