En la mayoría de colegios e institutos se prohíbe mascar chicle en horas de clase. Pues aquí tenéis un par de argumentos que un día esgrimí para que me permitieran hacerlo.
Reconozco que me gusta discutir, llevar la contraria por deporte y defender causas perdidas. Ya me viene de pequeño. Cuando iba al colegio, recuerdo que el profesorado consideraba un crimen execrable el mascar chicle. Yo un día llegué al colegio mascando chicle, y continué mascándolo como una vaca mastica su bolo alimenticio durante la clase de matemáticas, hasta que el profesor me llamó duramente la atención.
Yo le expresé mi negativa a escupir el chicle. Obviamente, en pocos segundos ya estaba sentado en el despacho del director. Mi defensa fue la siguiente:
Se equivocan ustedes. El chicle que mastico es un chicle patentado por la compañía estadounidense Wringley, y no se adhiere a las alfombras, las maderas, los tejidos o el pelo. Está elaborado con una mezcla (edulcorada y con sabores diferentes) de silicona y acetato polivinílico que se reblandece con la saliva pero se endurece a temperatura ambiente.
En cuanto abandona el ambiente húmedo de la boca, se solidifica para no dar pie a estos molestos efectos secundarios, que son, probablemente, los que han obligado a la dirección de la escuela a prohibir mascar chicle en clase.
Y si usted quiere aducir otra razón que se me ocurre para prohibir los chicles, como que mascar chicle en clase pudiera hacer ruido y molestar a los compañeros y hasta al mismo profesorado, le diré otra cosa. Siegfried Lehrl, psicólogo de la Universidad de Erlangen-Nüremberg, hizo público recientemente un estudio en el que se demuestra que mascar chicle nos hace más listos.
Al parecer, los movimientos de la mandíbula durante la larga masticación de un chicle estimulan la circulación y sirve al cerebro como una bomba de oxígeno que potencia la concentración.
También se sabe que la goma de mascar contiene xilitol y sorbitol, azúcares alcoholes que no se absorben por completo en nuestro organismo ni pueden ser fermentados por las bacterias de nuestra boca, así que son un gran recurso para barrer los desechos de la misma cuando se libera saliva sin propiciar el desarrollo de caries.
Cuando se analizó la relación entre este hábito con el apetito y la ingesta de calorías, se comprobó que las personas que masticaron chicle después del almuerzo, disminuyeron su ingesta de calorías en un 8.2%, lo cual podría intervenir en el control del peso corporal.
Por otro lado, el hábito de mascar chicle produce un leve gasto calórico que oscila en las 11 calorías por hora, y además, el chicle sin azúcar permite calmar la ansiedad mediante la ingesta de un producto “dulce” sin azúcar ni calorías.
Científicos británicos, encabezados por Steve Bloom, del Imperial College de Londres, afirman que la obesidad podría tratarse en el futuro con un chicle elaborado a partir de una hormona intestinal, conocida como polipéptido pancreático, que reproduce la sensación de saciedad.
Ante estos resultados, supongo que convendrá conmigo que es admisible determinado umbral de ruido ambiente si con ello podemos conseguir que los cerebros de los estudiantes estén más predispuestos a absorber las interesantísimas lecciones que en este santo centro se imparten. De hecho, qué quiere que le diga, deberían instalar máquinas expendedoras gratuitas de chicles de todos los sabores en los pasillos del colegio.
Obviamente, toda esta situación no ocurrió así. Ni siquiera me atreví a desobedecer las normas del centro, y nunca fui mandado al despacho del director. Pero podría haber pasado tal cual lo cuento. Si hubiese sido un poco más valiente.
Si alguno de vosotros es más atrevido que yo y esgrime estos argumentos ante las autoridades educativas, ya sabe, que nos cuente su aventura. Seguro que será divertido.
Vía | Vitónica / Tu buena salud