Quien más o quien menos, ha simulado algún tipo de enfermedad para, por ejemplo, evitar ir al colegio. En mi caso, fingía tener fiebre gracias a un truco que descubrí en la película ET el extraterrestre: el protagonista posa su termómetro durante unos segundos sobre una bombilla encendida para que su madre le deje quedarse en casa. Yo lo hice, pero fui al colegio: mi termómetro marcaba más de 45 grados de temperatura, lo que a todas luces indicaba que algo olía a podrido en Dinamarca.
En el ámbito penitenciario, también alguien puede simular una enfermedad para acudir a la enfermería (quién sabe, quizá para urdir un plan de escape).
Pero una de las simulaciones de enfermedad más importantes de la historia (por la cantidad de personas que involucradas de ella, así como por las consecuencias históricas) fue la llevada a cabo durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue una campaña en particular la que enseñaba a los soldados y obreros alemanes, y a los de otras nacionalidades, cómo engañar a los médicos para que les dieran una baja por enfermedad.
Por ejemplo, la emisora holandesa de Londres emitía este mensaje en 1943 dirigido a los 300.000 holandeses condenados a trabajos forzados en Alemania a fin de boicotear a las aspiraciones germánicas:
En sonarse la nariz se tarda sólo un cuarto de minuto. Pero si esta higiénica operación se ejecuta con la debida propiedad, puede consumir un minuto entero. Si trescientos mil hombres se suenan la nariz con frecuencia, tanto si lo necesitan como si no, Hitler perderá miles de horas de trabajo, según los cálculos más bajos.
Gregorio Doval introduce más ejemplos de simulaciones de enfermedad en plena Segunda Guerra Mundial, concretamente en julio de 1944, en su libro Fraudes, engaños y timos de la historia:
Los documentos capturados a los alemanes señalaban la amplitud que había alcanzado la simulación de enfermedades, que esta aumentaba cada vez más y que causaba una gran preocupación en el cuerpo médico de la Wehrmacht. A todas las zonas militares se les ordenó que remitiesen regularmente “las cifras de estos simuladores que actuaban siguiendo las instrucciones difundidas por el enemigo.” La base de esta campaña era un folleto de instrucciones que se divulgó ampliamente por toda Europa. La primera edición constaba de sesenta y cuatro páginas, pero con el tiempo llegó a las ciento cuatro. El título original era Krankheit rettet (La enfermedad salva), pero al poco tiempo se difundió disimulado, como si fuese otro tipo de publicación alemana (por ejemplo, un manual de la armada sobre deportes, un horario de trenes o un diccionario francés-alemán).
Estos manuales de instrucciones servían para ilustrar a la gente no sólo en cómo debían fingir las enfermedades, es decir, sus síntomas más característicos, sino también cómo debían comportarse frente al médico: por ejemplo, no explicitando al médico que se está enfermo o los síntomas que se sufre, sino dejando que sea el propio médico el que lo descubra, ya sea mediante exploración como a través preguntas. De este modo se pretendía evitar que el médico en funciones pudiera desconfiar.
Lo más irónico, sin embargo, es que esta campaña de simulación de enfermedades también pretendía que los médicos siempre tuvieran la mosca detrás de la oreja, es decir, que desconfiaran por sistema de cualquier persona que afirmara estar enfermo. De esta manera, para evitar equivocaciones o engaños, probablemente el médico dictaminaría que una persona no está enferma cuando realmente lo está, sencillamente porque sus síntomas no son lo demasiado evidentes o porque su comportamiento parece delatar cierto engaño. En consecuencia, muchas personas enfermas realmente eran mandados de vuelta al servicio activo, propagando así enfermedades contagiosas, y fomentando el descontento general.
También había otro folleto que iba mucho más allá, proponiendo que el soldado se infligiera heridas a sí mismo, al estilo Edward Norton en El club de la lucha:
El supuesto autor del folleto, un tal Dr. Wohltat (Dr. Bienhechor), les aconsejaba cómo hacerlo sin dejar rastros de pólvora en la herida (disparando a través de una rebanada de pan). A juzgar por los numerosos informes y órdenes de la Wehrmacht sobre este tema, la simulación de enfermedades y, sobre todo, la automutilación eran un problema habitual en algunas unidades, a pesar de que esta última conllevaba automáticamente la pena de muerte. Incluso después de la guerra hubo una gran demanda de la obra del Dr. Wohltat: tanto en Gran Bretaña como en Alemania, los gorrones que querían vivir a costa de la Seguridad Social se convirtieron en sus más fervientes lectores.
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