Bucear es lo que más se parece a flotar en el espacio exterior. Sin embargo, no todas las actividades recreativas asociadas al mar tienen el mismo glamour. En uno de mis libros preferidos, una delirante crónica del escritor norteamericano David Foster Wallace, bucear entre pecios no debería tener nada de mágico, sino porque un cementerio de barcos sería todavía más macabro que un cementerio de cadáveres.
En su crónica periodística acerca de cómo pasan las vacaciones las personas que deciden encerrarse en un crucero de lujo, Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, Foster Wallace describe así el océano y los barcos que se oxidan en ellos:
Y el océano en sí (que me pareció tan salado como el infierno, tan salado como el gargarismo que se usa para aliviar el dolor de garganta, con una espuma tan corrosiva que probablemente vaya a tener que cambiar una bisagra de mis gafas) resulta básicamente una enorme máquina de podredumbre. El agua del mar corroe los barcos a una velocidad asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, seca el barniz, apaga el brillo, cubre los cascos de los barcos de percebes, algas kelp y una mucosidad indefinida marina omnipresente que parece la misma encarnación de la muerte. Vimos algunos horrores verdaderos en el puerto, barcos locales que parecían sumergidos en una mezcla de ácido y mierda, recubiertos de óxido y porquería, devastados por la misma cosa en la que flotaban.
Si sostenéis la misma opinión que Foster Wallace u os consideráis antibelicistas y eso de bucear entre objetos de la guerra no es lo vuestro, quizás prefiráis hacerlo entre obras artísticas. En Ucrania se encuentra el mayor cementerio subacuático de estatuas del mundo.
Al librarse del dominio comunista, miles de ucranianos salieron a las calles, destruyendo todos los símbolos soviéticos que se encontraran. Entre los símbolos estaban infinidad de estatuas conmemorando a Marx, Lenin o Stalin y otros exponentes de la Nomenklatura que se hallaban por doquier en las principales ciudades ucranianas.
Las estatuas fueron descuajadas y lanzadas al fondo de los lagos y ríos del país. Ahora, si buceáis por Ucrania, os encontraréis con un paisaje mágico, en el que centenares de estatuas aparecen semienterradas por la flora marina a 20 metros de profundidad. Como si hubieran abierto un museo bajo el agua o se hubiesen descubierto restos de una antigua civilización que respiraba a través de branquias en vez de pulmones.
Un museo como el que ha sido creado por el escultor e instructor de buceo Jason Taylor en la isla caribeña de Granada. Sus puertas se abrieron en mayo de 2006.
Lo compone un puñado de esculturas construidas con materiales que se integran en la fauna y flora de un arrecife, por ello su aspecto siempre es cambiante, ya que el coral y los peces participan en modificación de la obra artística.
También la luz procedente de la superficie cambia la iluminación de la escena, incluso alterando los colores, debido a los movimientos del agua, las corrientes o las turbulencias. Así pues, cada entrada al museo es diferente, impredecible. Según Taylor, su obra se percibe de forma diferente bajo el agua, ya que los objetos parecen un 25 % más grandes allí abajo.