Si uno piensa en C4 le viene enseguida a la cabeza un poderoso explosivo plástico (y si es un friqui, quizás el Nakatomi Plaza de La jungla de Cristal). Sin embargo, las C4 también son un tipo de planta. Y las C3.
Esta diferenciación se establece a nivel físico. Más concretamente a la composición molecular de las plantas, y a unos elementos químicos específicos que existen en formas sutilmente distintas: los isótopos.
Isótopos botánicos
Algunos de estos isótopos son estables, mientras que otros son versiones inestables y radiactivas. En la naturaleza hallamos tres formas de carbono:
- El carbono-14: inestable y radiactivo, es infrecuente, pero muy útil para los arqueólogos a la hora de usar la datación por radiocarbono).
- El carbono-12: es la mayor parte del carbono del mundo, tiene seis neutrones y seis protones en el núcleo).
- El carbono-13: es una versión más pesada pero también estable que tiene un neutrón extra).
Cuando las plantas realizan la fotosíntesis, emplean la energía del sol para producir una reacción que captura el dióxido de carbono de la atmósfera y termina transformando ese carbono de la atmósfera en moléculas de azúcar nuevas. La cuestión es que hay varios tipos diferentes de fotosíntesis, en función de la rutas químicas empleadas en el proceso.
Los árboles y los matorrales usan un tipo de fotosíntesis que incluye la formación de una molécula con tres átomos de carbono como primer paso: los botánicos las llaman C3.
Hay plantas como algunas hierbas y juncos que hacen la fotosíntesis creando una molécula con cuatro átomos de carbono, las llamadas C4. Este tipo de plantas son más eficaces en su uso de moléculas de agua (así que prosperan en entornos más áridos) y también obtiene una cantidad mayor de isótopo estable un poco más pesado, el carbono-13.
Es decir, que si un animal come muchas plantas C4, hasta sus huesos acaban enriquecidos con carbono-13. Esta información es muy importante a nivel arqueológico, tal y como explica Alice Roberts en su libro Domesticados:
Las dietas de los chimpancés, por ejemplo, están dominadas por las frondosas plantas C3; sus huesos no terminan enriquecidos con carbono-13. Nuestros primeros antepasados hominidos, hace unos cuatro millones y medio de años, parecían seguir una dieta similar a base de plantas C3. Hace entre cuatro millones y un millón de años, el clima estaba fluctuando, pero los paisajes donde vivían nuestros antepasados se estaban volviendo (en general) más secos y poblados de hierba.
Cerebro más grande
Sabemos, gracias a sus huesos enriquecidos con carbono-13, que entonces empezaron a ingerir más plantas C4 de resultas de este cambio en el hábitat. Básicamente más raíces y tubérculos ricos en almidón. Ingerir esos alimentos escondidos pero más ubicuos quizá ayudara a las poblaciones de la Antigüedad a expandirse y a prosperar en hábitats nuevos, incluso en entornos variables e impredecibles.
Pero hay algo más importante: más almidón en la dieta quizá también influyó para bien en el tamaño de nuestro cerebro. Si bien el tamaño aumentó con la llegada de la ingesta regular de carne (sobre todo cuando empezamos a cocinarla, es decir, pre-digerirla para extraer más calorías al ingerirla), no debemos pasar por alto la ingesta de nuevos vegetales.
Dos cambios cruciales (uno cultural y uno genético= habrían contribuido enormemente a liberar la energía encerrada en el almidón. El cambio cultural fue la cocina; el cambio genético fue la multiplicación de un gen que produce una enzima en la saliva que degrada el almidón (...) La amilasa salival funciona mucho mejor sobre el almidón cocinado que sobre el crudo, así que es posible que el aumento de copias de este gen llegara pisando los talones a la adopción de la cocina.
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