En 1844 se creyó haber inventado la solución para construir carreteras seguras, baratas y rápidas. Las carreteras hechas de madera. Sí, totalmente hechas de tablones de madera.
Para viajar de Canadá a Estados Unidos se prescindió de la antigua técnica de de cubrir la superficie de los caminos con grava o tierra, que requería de un mantenimiento muy caro. Además, la grava solía atrapar las ruedas de muchos carros cuando llovía, pues convertía los caminos en trampas legamosas. Existía una grava compactada llamada macadam que evitaba estos contratiempos, pero su coste era muy elevado: 3.500 dólares por milla.
De modo que, a falta de que se inventara todavía el asfalto, la modernización de la red de carreteras tuvo una época efímera pero pintoresca en la que se apostó por la madera. Su máximo responsable fue George Geddes, un ingeniero civil que de viaje a Toronto quedó impresionado por las plank roads (carreteras de tablones). Al regresar a la ciudad de Salina, inició entonces la construcción de una carretera de madera de casi 20 kilómetros que conectaba una mina de sal con Syracuse.
La construcción era tan sencilla que asombró a todo el mundo: bastaba con situar firmemente en el suelo dos líneas paralelas de troncos separadas un metro y medio a modo de cimientos. A continuación se colocaban perpendiculares a estos troncos tablones de 2,5 metros de largo y unos 10 centímetros de grosor. El propio peso era suficiente para mantener la construcción estable, sin necesidad de recurrir a clavos u otras sujeciones. Finalmente se nivelaba la carretera con tierra y se cavaba una zanja a cada lado de la carretera para asegurar el drenaje del terreno en caso de que lloviera.
Poco tiempo después, más de 1.000 compañías ya se habían encargado de construir 10.000 millas de carreteras de madera en Estados Unidos, un tercio de las cuales estaban situadas sólo en Nueva York. La superficie de la madera, mucho más lisa que cualquier otra carretera del mundo e inmune a la lluvia y la nieve, permitía que los vehículos que se movieran a velocidades mucho mayores. Por ejemplo, algunos trayectos de mercancías que anteriormente se hacían en 4 o 6 días en una carretera de tierra ahora se podían hacer en medio día. Incluso se preferían las carreteras de madera al ferrocarril.
Las carreteras de madera, pues, auguraban una modernización de las comunicaciones y un aumento apoteósico de las mismas que equivalía a la invención de Internet. De hecho, el invento de las carreteras de madera fue comparado por gentes de la época como un hallazgo del calibre de Samuel Morse.
Sin embargo, a finales de 1853 todo se detuvo de repente. No ocurrió que un pirómano hubiera prendido fuego a la red de carreteras, formando una gigantesca hoguera con la forma geométrica de una tela de araña. Tampoco un ejército de pájaros carpinteros o de termitas hambrientas hizo de las suyas. Lo que sucedió que las carreteras de madera tenían una vida útil muy inferior de lo que se había conjeturado. En 4 o 5 años, cualquier carretera de madera quedaba inutilizada por la intemperie, aflojándose, combándose y pudriéndose.
Reemplazar los tramos deteriorados aumentaba de tal modo el coste, que las carreteras de madera pasaron de ser la nueva forma de ir de un sitio para otro a un caro lujo sólo accesible para unos pocos. En 1860, ya habían desaparecido el 40 % de estas vías de madera. Por un tiempo, el mundo se aceleró, dio un salto en el tiempo, al menos en el ámbito de las comunicaciones, para luego regresar de nuevo a su época de tierra y grava.
¿Os lo imagináis? Por poco la célebre Ruta 66 acaba siendo de madera. On the road… wood.
Vía | Cabovolo