A finales del siglo XIX existía cierto consenso a la hora de admitir que todo lo importante, en el ámbito científico, ya había sido descubierto. En una conferencia de 1900, por ejemplo, lord Kelvin llegó a afirmar: “la física ya no puede descubrir nada nuevo. Lo único que nos falta es poder realizar mediciones con mayor precisión”.
Esta manera de enfocar la ciencia también se manifestaba en otras disciplinas. La tabla periódica de Mendeleiev, si bien admitía que podrían hallarse nuevas formas de materia, éstas encajarían en la tabla y obedecerían a sus patrones. Darwin había demostrado que, si bien podríamos hallar nuevas especies animales, éstas se podrían clasificar perfectamente.
Pronosticando el futuro
A principios del siglo XX, se creía que se había descubierto ya lo más importante, y solo se ampliarían algunos detalles. Por ello, H. G. Wells, uno de los más célebres escritores de ciencia ficción de la época, pronosticó una gran cantidad de cosas que acabarían pasando en 1901, en su obra Anticipations: An Experiment ih Prophechy.
Pronosticó máquinas voladoras. Pronosticó que los trenes llevarían a la población a vivir en la periferia de las ciudades. Pronosticó una guerra mundial. Pronosticó mayor libertad sexual.
Sin embargo, Wells no supo pronosticar gran parte de los alucinantes hallazgos del siglo XX, como tampoco lo hicieron sus coetáneos. Tal y como lo explica John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX:
No es que estas cosas hayan sido imprevistas; es que eran imprevisibles. Sus predicciones tenían mucho en común con las expectativas del mundo científico, pues las realizaba extrapolando a partir de lo que se sabía entonces. En palabras asignadas al astrofísico inglés sir Arthur Eddington, el universo no solo era “más extraño de lo que nos imaginamos, sino más extraño de lo que podemos imaginar”.
El centro del mundo
Estos nuevos descubrimientos impredecibles fueron las armas nucleares, los microchips o los agujeros negros, entre muchos otros. Pero seguramente el más importante de todos fue hallado en el que podemos considerar, por esa misma razón, el centro del mundo científico.
No era el Observatorio de Greenwich, el centro del mundo a finales del siglo XIX y principios del XX, debido a la confluencia de líneas imaginarias que por allí cruzaban (y del que aquí nace ahora un láser verde que surca el cielo). Tampoco era Estados Unidos. Eran, en realidad, los cafés, las universidades y las revistas de Alemania y la Europa germanohablante (Suiza y Austria). Era, por escoger un lugar más concreto, Zúrich.
Porque fue allí, en el Politécnico de Zúrich, donde Albert Einstein bosquejaría la teoría de la relatividad y, por extensión, nacería la mecánica cuántica. Un descubrimiento que ponía de manifiesto que vivíamos en un universo más extraño y complejo de lo que se creía, en el que el espacio y el tiempo ya no son fijos, sino que pueden estirarse por medio de la masa y el movimiento.
El trabajo que llevó a cabo Einstein en 1905 recuerda la hazaña de Isaac Newton de 1666, cuando la Universidad de Cambridge tuvo que cerrarse por la peste y él regresó a la casa de su madre, en la zona rural de Lincolnshire. Dedicó el tiempo a perfeccionar la rama matemática del cálculo, una teoría del color y las leyes de la gravitación, pasando a la historia como el mayor genio científico de Gran Bretaña.
Por esa razón, pronosticar todo lo que descubriremos en el siglo XXI se hace tan difícil. Probablemente sea incluso más alucinante que todo lo descubierto antes. Para ir abriendo boca, podéis echar un vistazo a todas los grandes avances que ya han tenido lugar en los últimos diez años.
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