A pesar de que la literatura de Goethe tuvo una gran influencia en la cultura de su tiempo, considerándose en Shakespeare alemán, y aún hoy se estudia en los institutos y facultades, el autor era profundamente mediocre en algunas áreas.
Como la mayoría de escritores de la historia, Goethe no solo era un ignorante en ciencia, sino que creía en supercherías surrealistas y desplegaba opiniones científicas a diestro y siniestro como si se creyera más listo que los científicos que su tiempo.
Por ejemplo, concibió una teoría de los colores inspirada en la ciencia, pero también en la poesía, para impugnar la propuesta por Isaac Newton. También sostenía que los matrimonios funcionan como las reacciones químicas. Tal y como lo explica Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
Incluso la obra maestra de Goethe, Fausto, contiene una rancia especulación sobre la alquimia y, lo que es peor (la alquimia al menos es guay), incluye un vano diálogo socrático entre “neptúnicos” y “plutónicos” sobre cómo se forman las rocas. Los neptúnicos como Goethe pensaban que las rocas se formaban por la precipitación de minerales en el océano, el reino del dios Neptuno; se equivocaban. Los plutónicos, así llamados en honor al dios del inframundo, Plutón, y de cuya defensa se hace cargo en Fausto, en una indirecta poco sutil, el mismísimo Satán, argumentaban, correctamente, que los volcanes y el calor del interior de la Tierra forman la mayoría de las rocas. Como siempre, Goethe tomó partido por el bando perdedor porque estéticamente le placía.
Imagen | motograf
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