Los caprichos del lenguaje científico

El lenguaje técnico–científico no es uniforme. Cada rama del saber, cada disciplina, utiliza un lenguaje propio. Más que de un solo lenguaje científico pues, habría que hablar de variedades o subsistemas que coinciden en unas características comunes.

No se trata de un lenguaje arcano ni de argot y su finalidad no es la de no ser entendido por otros, sino la de ser riguroso y preciso. Usa la lengua en su función metalingüística, es decir, para explicarse y con un léxico unívoco, o sea, con un referente único para evitar que pueda inducir a dos conceptos o realidades diferentes.

Todo esto está muy bien en la teoría, pero en la práctica muchas veces los científicos acuñan términos científicos en base a sus ideas, prejuicios o manías. En algunos casos, hasta es divertido comprobar el origen de algunas de ellos.

Linneo, científico y naturalista sueco, acuñó muchas palabras para el mundo de la botánica con cierta relación con la sexualidad. Le impresionó particularmente la similitud entre ciertos bivalvos y las partes pudendas femeninas. A las divisiones de una especie de almeja le dio los nombres de “vulva”, “labios”, “pubes”, “ano” e “himen”. Agrupó las plantas según la naturaleza de sus órganos reproductores y sus descripciones de las flores y de su conducta están llenas de alusiones a “relaciones promiscuas”, “concubinas estériles” y “lecho nupcial”. Clitoria, Fornicata y Vulva eran otras de las palabras que empleaba.

También eligió el nombre de un competidor, Siegesbeck, para dar nombre a una mala hierba a la que denominó sin pudor alguno siegesbeckia.

A muchos les molestó su tendencia a la procacidad, lo que es un poco irónico, ya que antes de Linneo los nombres vulgares de muchas plantas y animales ya existían. En inglés, el diente de león se conoció popularmente, durante mucho tiempo como “mea en la cama” por sus supuestas propiedades diuréticas. O el “cabello de doncella” para referirse al musgo, que no trata precisamente de evocar el pelo de la cabeza de la mujer.

Además, el cielo está plagado de nombres femeninos (entre ellos, también estrellas del espectáculo). A finales del siglo XIX el barón Rothschild abonó al astrónomo inglés Palisa 50 libras por el derecho de denominar el asteroide 250 que éste había descubierto. El barón le puso Bettina, que era el nombre de su amada. Otros asteroides han recibido el nombre de los Beatles o de Frank Zappa.

El actor Harrison Ford inspiró para dar nombre a una araña, la Calponea harrisonfordi.

Respecto a las formaciones geológicas que se aprecian sobre el planeta Venus, decicado a la diosa romana de la belleza y el amor, la Unión Astronómica Internacional decidió que únicamente llevarían nombres de mujeres célebres. Ya figuran Cleopatra, Coco Chanel, María Callas…sin olvidar a Christine Norden, que fue, según cuentan, la primera mujer en mostrar sus senos desnudos sobre un escenario.

Jean-François Bouvet, en su libro Hierro en las espinacas y otras creencias, cuenta la romántica historia de un paleontólogo inglés enamorado de una colega, de nombre Ella, que llamó ellaquismus a un trilobites que había descubierto. La palabra en inglés suena más o menos como Ella, kissme, que significa “Ella, bésame”.

En cuanto al término Big Bang, fue lanzado por el físico Fred Hoyle con la única intención de ridiculizar la teoría elaborada en 1948 por su colega George Gamow.

Los hadrones (que así se llaman a los protones, los neutrones y a otras partículas gobernadas por determinadas fuerzas) están compuestos de partículas bautizadas como quarks. El nombre se lo puso el físico Murray Gell-Mann, del Instituto Tecnológico de California, en la década de 1960, y proviene de una frase de la novela de James Joyce Finnegan´s Wake: “Tres quarks para Muster Mark”. A pesar del interés de Joyce de que quark se pronunciara de modo que rimara con Mark, los científicos la suelen pronunciar como kwôrk (al igual que pork), parecido al queso alemán. Con el tiempo, empezaron a definirse categorías de quarks: arriba, abajo, extraño, encanto, superior e inferior, y que a su vez se dividen en los colores rojo, verde y azul. Una catalogación totalmente arbitraria, por supuesto, porque cuando estamos hablando de cosas tan infinitesimales ya no existen ni los colores ni cualquier otra característica física inidentificable por los ojos humanos.

Y habría que preguntarse en qué estaría pensando el descubridor de un tipo de molusco que vive en el Pacífico, al que denominó zyzzyxdonta.

Vía | El origen de las cosas

Portada de Xataka Ciencia