Nos encanta la comida que cruje

Nunca entendí la costumbre norteamericana de comer galletas blandas, sin ese típico “crac” que antecede a la liberación de fragmentos de galletas de todos los tamaños por la boca. En todo caso, constituye una excepción gastronómica, porque a la mayoría de nosotros nos chifla la comida que cruje, que hace crac.

Lo crujiente resulta seductor para nuestro paladar porque denota frescura (como el de una zanahoria), y lo rancio, lo que está podrido o pasado, puede ponernos enfermos. Hemos evolucionado para decantarnos por las comidas duras y crujientes. Hasta cierto punto, comemos con nuestros oídos, por eso, por ejemplo, los fabricantes de chips cuidan tanto el ruido de sus patatas al quebrarse bajo nuestra mandíbula.

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Según Van Vliet, un experto en el tema, a los seres humanos les gustan los alimentos que, al crujir, alcanzan alrededor de 90 o 100 decibelios. Si la gente come patatas pero se enmascara el ruido de la masticación en las frecuencias más altas, entonces ya no se percibe frescura, y se considera que las patatas están rancias.

Tal y como explica Mary Roach en su libro Glup:

La dureza y lo crujiente, en resumen, nos dice que la comida es “saludable”. Los imperios de comida de aperitivos han sabido sacar partido de este hecho, produciendo alimentos frescos y crujientes que nos resultan atractivos pero no son tan beneficiosos en términos de salud y supervivencia (…) Es una maravilla: una física sofisticada al servicio de la comida basura.

Foto | Kartoffelchips-1

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