A pesar de que entre los antiguos egipcios ya se celebraban partos dentro del agua, actualmente hay una nueva tendencia pujante hacia esta práctica. En el agua templada, la madre puede ejercer presión más fácilmente y soporta mejor el dolor.
Cuando el bebé llega, aparece bajo el agua, pero no se ahoga. Al menos no como cabría suponer. La razón es que, justo al nacer, el bebé dispone del llamado “reflejo de inmersión”, lo que evitará que intente respirar bajo el agua.
Tal y como lo explica Iris Hammelmann en su libro ¿Cuánto pesa una nube? lo explica así:
Unos diminutos receptores en su piel, sobre todo en la zona del labio superior y la nariz, al percibir el contacto con el agua envían una señal al cerebro y éste reacciona ordenando la oclusión de los órganos respiratorios para que se impida la entrada de agua en los pulmones. Simultáneamente, se reduce el ritmo cardiaco, y el flujo sanguíneo se concentra sobre todo en el tronco, donde están situados los órganos vitales. A causa de estas precauciones el organismo necesita bastante menos oxígeno del habitual. El reflejo se ocupa de que el recién nacido pueda permanecer sin riesgo bajo el agua durante algunos segundos.
Pocas semanas después del parto, el reflejo continúa existiendo, pero disminuye al crecer si no se practica de forma regular. Es decir, que es otra de esas habilidades que perdemos al poco tiempo de nacer, como la capacidad de beber y respirar simultáneamente debido a la posición de nuestra laringe (el desplazamiento posterior hará que nos atragantaremos, pero a cambio nos permitirá emitir más sonidos articulados).
Con todo, a pesar de la moda, las últimas revisiones de estudios sobre el parto en el agua, realizadas por la AAP (Academia Americana de Pediatría) y la ACOG (Colegio Americano de Obstetras y Ginecólogos), concluye que el parto en el agua está desaconsejado por el riesgo que supone para la vida de los recién nacidos.
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