Desde los tiempos ya primitivos del papel “pegamoscas”, cuyo funcionamiento básico consistía en dejar pegados a todos los insectos que tuvieran la mala suerte de tropezarse con él, las trampas para mosquitos se han ido haciendo más sofisticadas y actúan sobre el principio básico de atraer a los insectos hacia ellas.
Los moquitos hembra (recordemos que los machos no pican) deben conseguir sangre para reproducirse y para ello disponen de sensores que les ayudan a localizar a sus víctimas. Pueden detectar el dióxido de carbono de la respiración, el calor y, a veces, incluso el sudor.
Un método muy usado desde hace unos años son los aparatos que mezclan dióxido de carbono y octenol para provocar una nube de gas que los mosquitos encuentran irresistible.
El funcionamiento es bien simple: un sistema difusor esparce una nube compuesta por octenol y dióxido de carbono; el primero simula los productos químicos de las plantas y el segundo es la principal guía de olfato de los mosquitos hembra cuando buscan sangre humana para chupar.
El gas resultante de esta mezcla atrae a los mosquitos en un área que depende de la potencia de la máquina, pero suele ser suficiente para cubrir un jardín de tamaño medio.
Cuando los insectos se dirigen a la fuente del gas son absorbidos por una boquilla succionadora hasta un recipiente donde mueren por deshidratación.
Algunos modelos más avanzados se ponen en marcha automáticamente al amanecer y al atardecer, las horas del día en que estos chupadores de sangre proliferan más.