La Segunda Guerra Mundial fue la causante de que se inventara el bronceador. Las tropas estacionadas en el Pacífico necesitaban cremas para la piel para protegerse del sol.
Antes de esto, en diversas sociedades occidentales se utilizaron cremas y ungüentos opacos, similares al moderno óxido de cinc, al igual que las sombrillas y los parasoles.
Luego también se puso de moda el broncearse, cuando anteriormente sólo se bronceaban los trabajadores en el campo. Durante los años 1930, a medida que los bañadores dejaban cada vez más piel al descubierto, se introdujo el riesgo de quemaduras. Sin embargo, los bañistas tomaban un poco el sol y luego se protegían bajo la sombrilla.
El bronceador, pues, no empezó a ser realmente necesario hasta que los soldados que trabajaban en las cubiertas de los portaviones y demás no podían protegerse en la sombra. Uno de los agentes más efectivos con los que se experimentó fue el llamado aceite de parafina rojo.
Es un subproducto inerte del petróleo, el residuo tras la extracción de la gasolina y otros refinados. Su color rojo natural, debido a un pigmento, cierra el paso a los rayos ultravioleta del sol.
Las fuerzas aéreas de los EEUU distribuían aceite de parafina rojo entre sus aviadores, en previsión de que pudieran ser derribados en territorios tropicales.
Después de la guerra, Benjamín Green, uno de los responsables de conseguir para los militares esta protección, creyó que el producto se podría explotar comercialmente. Así que creó una loción cremosa, de un blanco puro, aromatizada con esencia de jazmín.
El producto permitía al usuario conseguir una coloración cobriza de su piel. Lanzado al mercado, el Copertone contribuyó a difundir la moda del bronceado en todo el país.
Vía | Las cosas nuestras de cada día de Charles Panati