Desde que leí el libro de J.M. Mulet Comer sin miedo, cada vez me fijo más en las estanterías de los supermercados. Cuando veo la indicación de “bio” o “ecológico”, me dirijo presto a chafardear.
Lo que nunca pude sospechar es que la moda por esta clase de productos (más caros, no necesariamente más saludables, no necesariamente más respetuosos con el medio ambiente) también ha llegado a la comida para mascotas. Lo cual es especialmente llamativo en el caso de los gatos.
Y es que los gatos en estado salvaje prefieren ceñirse a un solo sabor, se adaptan mejor a la monotonía que a los cambios, pero ello no es óbice ni cortapisa para que los consumidores compren alimentos de una amplia gama de sabores, en la creencia de que sus mascotas también quieren probar toda clase de variedades como hacen ellos. Pero no es así. La diferencia de un lata con sabor a atún o a pollo es más una cuestión de marketing que de utilidad.
El máximo absurdo se alcanza con el pienso 100 % vegetariano para gatos, porque los gatos son auténticos carnívoros: en su dieta natural no hay vegetales. Para invitar al gato a que se coma tal cosa se emplean pirofosfatos, tal y como explica Mary Roach en su libro Glup:
Los pirofosfatos se han descrito como el “crack de los gatos”. Si se cubre un poco de pienso con él, el fabricante de comida para mascotas puede compensar el montón de defectos de sabor.
Además, el gato que no come carne puede tener diversos problemas de salud, como cistitis y formación de cristales en la orina. Las proteínas que el gato ingiere a través de la carne ayudan a que su orina se acidifique y no se formen tales cristales.
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