Echemos un vistazo a la ciudad de Nueva York, por ejemplo. Todo el mundo reconoce la verticalidad de Nueva York. Pero sólo la verticalidad que emerge a partir del suelo, los rascacielos. Pocos conocen que bajo la ciudad hay lugares tan inmensos y excitantes como los rascacielos, aunque ocultos a los ojos del ciudadano.
Desde mediados del siglo XIX, la Gran Manzana empieza construir su enorme submundo. 1600 kilómetros de metro, 10.300 kilómetros de alcantarillas y más de una docena de túneles bajo sus ríos. En esa compleja red hay fuertes del siglo diecisiete, túneles de contrabandistas y diversos antros clandestinos surgidos durante la ley seca, como el elegante club nocturno 21, bajo la llamada “calle húmeda” debido a su cantidad de bares clandestinos, la 52 de Manhattan, al que en 1920 acudía el alcalde Jimmy Walter y otros famosos y millonarios.
Un laberinto oculto, un garabato de calles subterráneas. Muchos piensan que Londres posee la red de metro más antigua del mundo, pero el de Nueva York abrió su primer túnel casi 20 años antes de que el metro de Londres entrara en servicio. El túnel discurre a diez metros bajo la Avenida Brooklyn Atlántic y, en parte, fue financiado por los francmasones, la sociedad secreta más famosa del país. En 1859, la corrupción acabó con el proyecto. Un ambicioso promotor inmobiliario logró que el túnel fuera declarado molestia pública, lo que le suministró, por parte de los vecinos de la zona que querían que lo derrumbara, una gran suma de dinero, casi 130.000 dólares de la época, que hoy equivaldrían a unos 2 millones de euros.
No lo hizo, embolsándose el dinero, y se limitó a cegar las dos entradas con muros de ladrillos. En 1980, un explorador urbano llamado Bob Diamond descubrió el túnel y sus secretos. Estaba lleno de basura, apenas había espacio y adentrarse por él requería llevar bombona de oxígeno. Bob había averiguado la localización del túnel gracias a un artículo de un periódico de 1911 y a un mapa de 1868. Si ahora quisiéramos acceder, la única entrada la constituye una boca de alcantarilla que está en medio de la calle (antes habríamos de detener el tráfico y estar seguros de que no somos claustrofóbicos), aunque ya han retirado la basura e incluso posee un alumbrado alimentado por un motor diesel.
Se cree, asimismo, que detrás de alguno de los muros que todavía no se han echado abajo se encontrarían las 18 páginas que le faltan al diario de John Waylwuth, el hombre que disparó al presidente Lincoln, que desaparecieron en el juicio que se celebró en 1865 y que le habrían inculpado.
Sin abandonar Nueva York, es obligatorio mencionar Chinatown, que a principios de siglo albergaba una macrociudad freática atestada de tiendas, clanes secretos y corrupción. Un lugar tan extraño y extramuros de la realidad que, quién sabe, quizá era posible adquirir un gremlin llamado Gizmo.
O vayamos a Londres y pasemos de largo el Big Ben, hasta llegar a una calle como otra cualquiera, en el bullicioso mercado de Candem. Allí hay una discreta puerta blanca que pertenece a un almacén totalmente normal. Sin embargo, este almacén es la entrada a un mundo paralelo surgido a rebufo de la Segunda Guerra Mundial. Tras cruzar una puerta, podréis descender 41 metros en un precario ascensor de 1940, todo hierro y chirridos ferroviarios. Y ante vosotros aparecerá entonces uno de tantos búnkeres que se construyeron bajo Londres para evitar los bombardeos del enemigo.
Se diseñadorn 10 búnkeres como éste, pero sólo se construyeron 8. Y de esos 8, sólo éste todavía se usa para algo. Concretamente para almacenar 300.000 cajas de cartón que funcionan como archivadores de documentación de empresas que no precisan de más espacio en sus caras oficinas en la superficie. Así pues, al descender los 41 metros en ascensor, contemplaréis varias filas de cajas de cartón alienadas hasta el infinito, todas sobre unas estanterías de hierro que en realidad antes eran los armazones de las literas usadas por los refugiados. Sí, literas de hierro usadas como estanterías para cajas apilonadas de cartón con archivos empresariales. Así ha terminado este laberinto subterráneo de 900 metros de pasillos que, en su día, sirvió para hacinar a 8.000 londinenses.
Es un complejo enorme, inmenso, una maravilla de la ingeniería de la época que avanza hacia todas direcciones. Una biblioteca oculta que nació con fines bélicos que, gracias a sus refuerzos de grandes anillos de acero y hormigón, apenas vibra cuando sólo a 5 metros más arriba cruza a 56 kilómetros por hora un tren de 600 toneladas.
Incluso algunos de estos refugios secretos han sido puestos a la venta, como podéis leer en el siguiente enlace.
Todas estas megalópolis subterráneas cada día son recorridas y chequeadas por ejércitos de hombres invisibles pertenecientes a la Unidad Técnica de Control de Vectores en busca de plagas de ratas y cucarachas, de infecciones exóticas o hasta de ataques bioterroristas.
Estos centinelas del subsuelo persiguen a los llamados animales r-estrategas, aquéllos que dan prioridad a la supervivencia de la especie frente a la propia como seres individuales. Son especies adaptadas para colonizar medios vírgenes o inestables, suelen ser de pequeño tamaño y de vida media muy corta. Para los animales r-estrategas, el individuo no es relevante, de modo que se reproducen a gran velocidad (también tienen una alta tasa de mortalidad), y también son reservorios de agentes patógenos.
Por ejemplo, las ratas. Y nadie como una rata, la simpática y culta rata Firmin, para que nos describa un poco su submundo en la deliciosa novela Firmin de Sam Savage, concibiendo el subsuelo de una forma tan intrincada que parece salida de la mente de un cubista:
Podría cansarle a usted los tímpanos hablándole de conductos, tolvas, bancadas y grietas, explicándole la diferencia entre arco abocinado y arco capialzado; y, sin aún siguiera despierto, podría dormirle a fuerza de hoyos perpendiculares, niveladoras, cacillos, cañas de comunicación y yacentes. Si disfruta usted con este tipo de descripciones, más le valdrá comprarse un manual de minería.