Quienes me leéis ya conocéis mi afición por la tecnología victoriana, la estética steampunk, los autómatas y, en general, esas danzas mecánicas en las que hay muchas levas, poleas, ruedas dentadas, palancas, fulcros, cadenas, cinturones de cuero, tornos, engranajes, relés, correas, bielas, pistones, remaches de acero, válvulas y mucho, mucho vapor.
Esa afición es la que me llevó a escribir la novela Tanatomanía (que este año será reeditada por Viaje a Bizancio Ediciones). La que me llevó al Museo de Arte e Historia de Neuchâtel, en Suiza, para ver con mis propios ojos a El escritor. La que me llevó a zambullirme en los libros de historia en busca de referencias al obispo de Grossatesta, el papa Silvestre II o San Alberto Magno, todos ellos constructores y dueños de autómatas. Jacques de Vaucanson también fue el artífice de un pato artificial que tenía su propio aparato digestivo, una criatura de cobre que era capaz de comer, beber, graznar y hacer sus necesidades en una palangana de plata. El irónico Voltaire no pasó la oportunidad de referirse a este pato robótico en los siguientes términos: Si no fuera por el pato cagón, ¡nadie recordaría la gloria de Francia!
La afición, además de obligarme a adorar películas como Steamboy, El castillo ambulante o Carne de cañón, me ha permitido escribir artículos como Un genio español llamado Leonardo Torres Quevedo, Tecnología victoriana: la máquina diferencial de Babagge construida en la actualidad o El Internet victoriano o como un poco de historia debería quitarnos el miedo a la red.
Y por supuesto, la afición también me empuja a ejecutar una versallesca genuflexión frente a los diseños de animales mecánicos realizados por Vladimir Gvozdariki. Toda una gozada visual que nos recuerda a aquellas lecturas de Julio Verne de nuestra infancia.