Actualmente estamos sometidos a tal velocidad en la innovación tecnológica que, en ocasiones, somos víctimas del llamado “ciclo de sobreexpectación” (hype cycle). Es decir, que magnificamos las expectativas cuando una nueva tecnología se introduce por primera vez, para a continuación sufrir un periodo de desilusión cuando resulta que la nueva tecnología no está a la altura esperada.
Sin embargo, también ocurre lo contrario. Muchas nuevas tecnologías generan la sensación de que las cosas dejarán de ser como antes para ir a mucho peor. Podéis ver numerosos ejemplos al respecto en ¡Cuidado! Cuando los libros fueron como Internet.
En otras palabras, con la desilusión nos equivocamos sistemáticamente a la hora de reconocer la naturaleza profundamente transformadora de las nuevas tecnologías. Somos ciegos del futuro, y prospectores tan malos como Sandro Rey.
Además, a diferencia de otras épocas de la historia, ahora se da la circunstancia de que todo ocurre a mayor velocidad. Como señala Kevin Kelly en su libro What Technology Wants:
Hace quinientos años, las tecnologías no doblaban su capacidad y reducían por la mitad su precio cada dieciocho meses. Los molinos de agua no se abrataban cada año. Un martillo no era más fácil de usar de una década a la siguiente. El hierro no aumentaba su resistencia. La producción de la cosecha de maíz variaba en función del clima, en lugar de aumentar año tras año. Cada doce meses no podías mejorar el yugo del buey mucho más allá de lo que ya lo hubieras hecho.
Nuestros cerebros, nuestras instituciones, nuestras estructuras legales no están en absoluto preparadas para sintonizar a ese ritmo. Lo cual explicaría, en parte, leyes zombis como la ‘tasa Google’.
Imagen | jurvetson
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