Hablemos de Netville, que fue así como bautizaron Hampton y Wellman a un barrio de las fueras de Toronto.
En Netville, a finales de la década de 1990, empezaron a instalar tecnología de banda ancha gratuita y disponible para todos los vecinos. Sí, una utopía, el jardín del Edén para cualquier geek que se precie.
Todos los habitantes de las 109 viviendas unifamiliares nuevas del barrio de Netville tendría acceso libre a Internet de alta velocidad, un videófono y una variedad de servicios on line que iban desde la atención sanitaria a foros de debate locales.
Bien, la cuestión es que el 60 % recibió este paquete de servicios y el 40 % restante no. Se formaron así dos grupos. Un grupo de conectados y otro de desconectados. Sin darse cuenta, empezaron a formar parte de un interesante experimento natural.
Hampton en persona estableció su residencia en Netville de 1997 a 1999 y estudió el efecto de la nueva tecnología en las interacciones de la comunidad.
Los resultados fueron diametralmente opuestos a los que promulgan los agoreros o los reticentes a las nuevas tecnologías:
Los residentes con acceso a estos servicios desarrollaron conexiones más amplias y profundas con otros y establecieron un mayor número de vínculos con sus vecinos. Una comparación entre los vecinos conectados y no conectados reveló que los primeros conocían a muchos más vecinos por su nombre de pila (25 frente a 8), hablaban con el doble de vecinos de manera regular (6 frente a 3), habían visitado en más ocasiones la casa de sus vecinos en los últimos seis meses (5 frente a 3) y los telefoneaban con mucha mayor frecuencia (22 llamadas al mes frente a 6).
Estos vínculos electrónicos también ayudaron a preservar los vínculos e interacciones entre los residentes de Netville y los amigos que tenían antes de cambiar de barrio y que vivían a cierta distancia.
Por si esto fuera poco, los conectados de Netville también ejercieron mejor sus derechos cívicos. Los conectados usaron la tecnología para organizarse mejor y protestar contra el promotor que había construido sus casas debido a que presentaban algunos defectos.
El promotor se vio obligado a atender a las exigencias porque la gente se había coordinado muy deprisa, dejándole desprevenido. Los conectados también coordinaron una campaña para que el Ayuntamiento impidiera al promotor trabajar en una segunda promoción urbanística.
Lo irónico de todo esto es que fue el promotor el responsable de implantar la banda ancha gratuita en Netville. Y Hampton resumió esta circunstancia con humor:
Después de su experiencia en Netville, el promotor decidió que jamás volvería a construir un barrio residencial con cableado de banda ancha.
Conclusión: no sólo hay que acoger sin temores cervales la implantación de Internet en nuestras vidas, sino que hemos de exigirlo como un derecho fundamental, tal como es la vivienda o el derecho a voto. Lo que nos lleva a otra ironía sobre las medidas anti piratería que se articulan en países como Francia: ¿hasta qué punto es constitucional que, como castigo, uno pierda su derecho a usar Internet si ha descargado material protegido por copyright?
Vía | Conectados de Nicholas A. Christakis y James H. Fowler