La evolución de las señales de tráfico que nos encontramos cada día al circular por la ciudad y las carreteras ha corrido una suerte parecida a la evolución de las lenguas en el mundo: enfrentamientos, pactos, intercambios, una escalada a la Torre de Babel de la comprensión, caos.
Sobre todo caos.
Por esa razón, el pitido del silbato de un policía puede significar dos cosas diferentes: “alto” o “adelante”. Lo mismo pasa con una señal roja.
Las primeras señales de Stop eran amarillas, pero muchos opinaban que debían ser rojas. Como dijo un ingeniero al resumir el control del tráfico de principios del siglo XX:
Hubo una gran oleada de señales luminosas con flechas, señales violetas, señales luminosas con cruces… y todas daban instrucciones especiales al automovilista, quien, por lo general, no tenía la más mínima idea de lo que significaban esas indicaciones especiales.
El ámbar de los semáforos fue un añadido posterior: al principio sólo había dos indicaciones: pasar o pararse. Sin embargo, no pocos ingenieros se opusieron al ámbar, con el argumento de que el ámbar era peligroso: obligaba a los vehículos a intentar adelantarse a la luz. Otros querían que la luz amarilla se encendiera antes de que el semáforo se pusiera rojo y también antes que cambiara otra vez a verde (como sucede hoy en Dinamarca o Suiza, entre otros sitios, pero no en Estados Unidos).
También se probaron semáforos que indicaban al conductor cuánto tiempo le quedaba antes de que se cambiara a verde o a rojo. Pero no llegaron a cuajar.
¿Era siquiera el rojo y el verde los colores correctos? En 1923 se señaló que aproximadamente una de cada diez personas veía solo gris al contemplar un semáforo, por culpa del daltonismo. ¿No sería mejor usar azul y amarillo, que casi todo el mundo lo distinguía? ¿O sembraría eso una catastrófica confusión entre todos aquellos que ya hubieran aprendido el rojo y el verde?
Actualmente, las señales de tráfico se han estandarizado bastante: “Un hombrecillo caminante que nos permite cruzar una calle en Berlín hace lo mismo en Boston, aunque el hombrecillo parezca algo distinto (el querido y garboso Amplemännchen de la antigua República Democrática Alemana ha sobrevivido con su sombrero a la caída del Muro de Berlín).”
Con todo, los expertos siguen discrepando. Por ejemplo, algunos creen que los carriles para bicicletas señalizados en las calzados son ideales para los ciclistas, mientras que otros prefieren “carriles bici” separados; otros incluso sugieren que lo mejor para los ciclistas tal vez sería que no hubiera carriles especiales de ningún tipo.
Durante un tiempo se creyó que si se obligaba a los camiones a respetar un límite de velocidad más lento al de los coches, el tráfico sería más seguro y fluido. Pero no fue así, de manera que las señales especiales fueron retirándose gradualmente.
Henry Barnes, el legendario comisario de tráfico de Nueva York en la década de 1960, al reflexionar en sus memorias sobre su larga carrera, publicadas con el encantador título The Man with the Red and Green Eyes (“El hombre de los ojos verdes y rojos”), observó que “el tráfico era un problema tan emocional como físico y mecánico.” Las personas, concluía, eran más difíciles de prever que los coches. “Con el paso del tiempo, los problemas técnicos se vuelven más automáticos, mientras que los problemas con las personas se vuelven más surrealistas.
Vía | Tráfico de Tom Vanderbilt