Los primeros cartógrafos de la historia lo tenían crudo. No solo eran los que debían describir por primera vez cada cosa que veían, sino que empleaban un sistema tan laborioso y extenuante que, más que cartografiar, pareció que dieran a luz los mapas (con dolores, tras nueve meses de gestación).
Por ejemplo, la tecnología disponible entre los siglos XVIII y XIX para establecer la distancia entre dos puntos era extremadamente rudimentaria. Hoy en día, cuando vienen a tasarnos el piso que queremos vender, viene el de la inmobiliaria con un diminuto láser, dispara como en Star Wars, chiu chiu, y ya tiene los metros cuadrados de cada estancia. Antes, no.
Antes se debía recorrer el terreno centímetro a centímetro con una cadena de 20 metros, desplazándola como un árbitro de fútbol cada vez que se extendía por completo y poniendo siempre el máximo cuidado en mantenerla recta y a una altura constante (sobre caballetes de madera, si era preciso).
Es decir, que trazar una sola línea de 11 kilómetros podía suponer semanas de trabajo.
Pero para cartografiar un terreno no basta con disponer de la distancia entre dos puntos. Lo realmente complicado viene luego, tal y como lo explica Ken Jennings en su libro Un mapa en la cabeza:
Desde ambos extremos de la línea se utilizaba un voluminoso instrumento llamado teodolito para medir el ángulo de un único punto (tal vez la cima de una colina, o el campanario de una iglesia lejana). Con un poco de trigonometría básica, utilizando la longitud de la línea base y los dos ángulos se calculan las distancias que van de cada extremo al tercer punto. (…) Ahora cogemos uno de los extremos y el nuevo punto de referencia, y hacemos de esa distancia la línea base de un segundo triangulo, y de uno de los lados de ese triángulo la base de un tercero, y así sucesivamente.
Este trabajo tan minucioso y cansino se vuelve pesadillesco si tenemos en cuenta lo que implicó cartografiar la India Británica hace ya dos siglos: más de 40.000 triángulos como los anteriormente descritos en un trabajo que duró… 80 años. No en vano, a este trabajo colosal se le llama con el pomposo título de Gran Medición Trigonométrica.
Imaginaos el trabajo que supuso medir algo tan peligroso e inhóspito como un subcontinente con selvas frondosas llenas de bichos y las montañas más altas del mundo. Continuamente caían lluvias torrenciales. Y muchos topógrafos morían por la malaria.
El resultado, sin embargo, fue titánico para la época: pensad que la primera vez que se hizo algo así fue en Francia, una nación mucho menos, digamos, conflictiva (y, con todo, el primer mapa topográfico de una nación no la acabó quien lo empezó, Giovanni Cassini durante la década de 1670 sino su nieto, más de un siglo después.
Pero volvamos a la Gran Medición Trigonométrica: permitió constituir la base de los únicos mapas del Tíbet disponibles durante los cincuenta años siguientes, y encumbró a la categoría héroes a unos hombres mal pagados cuyo sacrificio nos permitió descubrir cómo era el mundo, como James Rennell o Nain Singh.
James Rennell, el “padre de la geografía india”, casi perdió la vida en la frontera con Bután en 1776 cuando su pequeño grupo de cipayos fue atacado por cientos de faquires sanniasis, los cuales habían estado sembrando el terror en los pueblos de la zona. Armado únicamente con un alfanje, Rennell avanzó a través de dos líneas de bandidos y volvió a rastras al campamento británico, sangrando copiosamente por al menos cinco heridas de espada, una de ellas de más de 30 centímetros. El médico más cercano estaba a casi 500 kilómetros, pero, de algún modo, Renell se aferró a la vida, aunque después de sobrevivir al ataque nunca volvió a ser el mismo.
Unas aventuras al nivel de Indiana Jones simplemente para dibujar un mapa. Para que luego descubramos que cada vez se nos da peor lo de leer los mapas, tal y como explico en Ingraphicacy o por qué hay gente que no es capaz de entender un mapa.