Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha ambicionado llegar hasta este reino de las alturas, más allá de las nubes. Tal vez los intentos más memorables y dificultosos, dejando a un lado a los hermanos Wright, sean las ascensiones en globo que se llevaban a cabo para analizar la atmósfera en sus diferentes estratos.
A partir de la mitad del siglo XIX empezaron a ascender los primeros hombres hacia el lugar mágico y desconocido que quedaba sobre sus cabezas para desarrollar el conocimiento de los efectos fisiológicos en la exposición aguda a las grandes alturas. En los primeros ascensos en balones de aire caliente ya se consignaban efectos secundarios propios de los que han ido a lugares nuevos para el hombre.
El físico francés Charles, que había construido el primer balón de hidrógeno el 1783, escribió la siguiente observación durante su primer vuelo: “En medio de este indescriptible rapto de éxtasis contemplativo, fui alarmado por un extraordinario dolor en el interior de mi oído derecho.” Cosas de los cambios de presion.
En 1862 se realizó la ascensión sin duda más famosa y arriesgada. Los científicos ingleses James Glaisher y Henry Coxwell partieron a las 13:03 horas de Wolverhampton, Inglaterra, el 5 de septiembre de 1862. La temperatura era suave, 15 grados centígrados. El cielo estaba despejado, excepto por algunas nubes sin importancia.
Glaisher y Coxwell llevaban consigo un buen equipo de instrumental científico para ir midiendo las variaciones de la temperatura, humedad y presión a medida que iban cogiendo altura. Con ellos también transportaban 6 palomas que fueron arrojando a diferentes alturas para estudiar su comportamiento. Cuando alcanzaron los 1.600 metros de altura, el mercurio descendió hasta los 5 grados centígrados. Poco después penetraron en densas nubes y perdieron la visibilidad. Pero a las 13:17 horas las sobrepasaron y, de pronto, el sol calentó sus rostros sin interferencias. Las nubes quedaban bajo ellos como una nueva esponjosa tierra completamente inexplorada.
El globo ascendía a una media de 200 metros por minuto. Los 0 grados centígrados llegaron cuando subieron hasta los 3.200 metros de altura. 7 minutos más tarde, ya se encontraban a la misma altura del Mont Blanc: 4.800 metros. Tenéis que poneros en la piel de estos intrépidos científicos: apenas se conocía nada de lo que había en las alturas, pocos eran los que había llegado tan arriba y, además, debido a los rudimentos tecnológicos de los que se servían, estaban totalmente desamparados y a merced de las fuerzas de la naturaleza. Buscando una analogía contemporánea, aquellos científicos eran como los actuales cosmonautas en su primer viaje espacial.
Continuaron soltando lastre hasta alcanzar los 6.437 metros de altura. La temperatura ya era de -21 grados centígrados. En sólo media hora habían pasado de estar a una temperatura agradable a soportar un frío polar. A las 13:52 ocurrió un problema. A Glaisher empezó a fallarle la vista y no podía distinguir las agujas indicadoras del globo. Además, a causa del movimiento rotatorio del globo, la cuerda que conectaba con la válvula se enredó. La ceguera de Glaisher le impedía desenredarla, de modo que fue Coxwell el que tuvo que trepar y hacerlo no sin grandes dificultades. Imaginaos tratar de desenredar una cuerda mientras te hallas agarrado precariamente al aerostato, soportando el soplido del viento y tratando de no mirar hacia abajo, a una altura casi inimaginable para aquella época. Mientras, el estado de Glaisher empeoraba: sus piernas y brazos se paralizaron y, poco después, perdió el conocimiento.
Y es que a estas alturas, se hacen evidentes los efectos de la hipoxia (la escasez de oxígeno en el organismo), que derivan en apatía, vahídos, sueño, pulso y respiración acelerados y garganta seca.
Coxwell a duras penas podía mantenerse consciente, tratando de despertar a su compañero mientras ya superaban los 10.000 metros de altura. Lo consiguió, pero las manos se les volvían negras debido a un principio de congelación y debían masajearlas con aguardiente. Por fin, decidieron empezar a bajar, y milagrosamente logró abrir con los dientes la válvula de descenso tras varios intentos infructuosos. En el rápido descenso fue cuando iniciaron el experimento con las palomas, a las que iban arrojando a diferentes alturas.
De las 6, una había muerto y la otra estaba pidiendo que no tardaran en darle la extremaunción. La que lanzaron a 8.048 metros se desplomó como un peso muerto. La de los 6.437 metros consiguió volar en remolinos y nunca más la vieron. La de los 5.000 metros se limitó a posarse en la parte superior del globo para descender con él.
El globo y sus tripulantes llegaron sanos y salvos en una zona deshabitada. Sin duda una hazaña de verdaderos héroes, aquéllos que no han sido entronizados en la cultura popular.
El primer ser humano que voló en un artefacto autopropulsado, sin embargo, no fue ninguno de los hermanos Wright, sino un brasileño, como os explicaré en la siguiente entrega de este artículo sobre los primeros aeronautas.
En Genciencia | Los primeros aeronautas (y II)