Algunos manuales de instrucciones para determinados aparatos son un galimatías, un enigma indescifrable. Y no hace falta que las instrucciones sea en alemán.
De hecho, un estudio llevado a cabo por la Universidad Técnica de Eindhoven en 2006 descubrió que los consumidores, al menos de EEUU, sólo están dispuestos a pelearse unos 20 minutos con un producto nuevo antes de darse por vencidos. Entonces admiten que es muy complicado para ellos o que está roto. Aunque al ser devuelto a la tienda, más de la mitad de las veces no estaba roto.
Otro estudio del mismo año del grupo J. D. Power señala que el 59 % de los usuarios de teléfonos móviles al menos tiene que contactar una vez con su proveedor de servicios en busca de ayuda en el primer año de tener el teléfono.
En la industria informática, el coste global de la asistencia al cliente supone 95 dólares más del coste de cada unidad vendida, según un estudio de 2003.
Hasta cierto punto, es inevitable que los aparatos tecnológicos cada vez sean más complejos (y sus manuales de instrucciones, más gruesos), tal y como apunta Donald A. Norman, profesor de diseño de la Universidad Nowrthwestern a propósito de los mandos a distancia para la televisión:
Sencillamente, ya no podemos volver a la simplicidad como antes. No podemos tener cientos de canales a nuestra disposición y esperar controlarlo todo con un simple botón. Yo tengo un único mando a distancia configurado de modo que maneja toda la electrónica que tengo, pero me costó mil dólares y tuve que pasar semanas programándolo.
Pero ¿hasta qué punto se puede evitar esta escalada de complejidad que pone los pelos de punta al consumidor? El problema es que todo podría ser más sencillo, pero ello resulta tanto o más complicado que el artefacto que tratan de vendernos.
La fabricación de un producto es una empresa de colaboración donde hay muchos pasos no necesariamente conectados entre sí. Diseñar, pues, un aparato para que resulte intuitivo y sencillo para el consumidor no es fácil:
Alguien imagina el producto, otra persona lo diseña, si bien es otra persona la que lo construye, y otra distinta quien lo prueba y lo comercializa. (…) Históricamente, el sistema ha funcionado bien, en parte porque la escala misma y la complejidad de algunas tareas requieren habilidades diferentes en cada fase del trabajo. (…) Todo esto cambió, sin embargo, cuando abandonamos la era industrial y llegamos a la era informática. Hasta entonces todo lo que habíamos construido y vendido existía en lo que los diseñadores concebían directamente como el mundo de los átomos (cosas materiales que podían fundirse, quemarse, templarse, cortarse, pulirse, tejerse o pintarse, transformándolas quizá de un estado a otro, pero sin modificar su esencia elemental). No obstante, los ordenadores viven en el mundo de los electrones, al menos en lo que concierne al software, que se basa en algo tan evanescente como las cargas eléctricas que parpadean en un microchip.
Lo que hace la industria informática es condensar dos o incluso tres tareas de diseño y de ingeniería en una, es decir, que los comportamientos que acaban trasladados al software de los aparatos no deja de ser un reflejo de la naturaleza de las personas que son aficionadas a los electrones y los bits. Y la persona que concibe el software es a veces la misma que decide cómo un usuario lo hará funcionar.
Esto puede racionalizar los organigramas y la fuerza de trabajo, pero puede desarrollar muy mal el producto final, haciendo que los programadores trabajen sobre la idea quizá comprensible pero no obstante errónea de que a todo el mundo le gusta todo esto como a ellos y de que todo el mundo navega de menú en menú y de comando en comando con la misma facilidad.
Vía | Simplejidad de Jeffrey Kluger