Una de las primeras preguntas que suele hacerse a alguien que acabamos de conocer es “¿a qué te dedicas?”. El trabajo nos define. El trabajo no hace felices. El trabajo nos da sentido. Pocos responden lo que dice Tyler Durden a tal pregunta: ¿para qué? ¿Para fingir que te interesa?
Sin embargo, no siempre fue así. Aristóteles sostenía que era incompatible hacer algo que nos realizara y completara y, a la vez, nos pagaran por ello. Trabajar por dinero era algo así como prostituirse. Sin una renta base y una vida de tiempo libre era imposible disfrutar, a juicio de Aristóteles, de los más elevados placeres que proporcionaban la filosofía y la música.Los primeros cristianos añadieron la doctrina de que el trabajo era un castigo bíblico. Incluso Leonardo y Miguel Ángel, que adoraban el trabajo práctico, también se limitaban a trabajos creativos.
No fue hasta que llegaron Diderot y d´Alembert, con su Enciclopedia, que se empezó a describir el trabajo cotidiano como hornear el pan o plantar espárragos como actividades gratificantes, formadoras, e incluso inspiradoras. El propio Diderot aducía:
Las artes liberales han cantado su propia alabanza durante suficiente tiempo; ahora deberían alzar su voz para alabar las artes mecánicas. Las artes liberales deben rescatar a las artes mecánicas de la degradación en la que se han mantenido durante tanto tiempo por prejuicio.
Viva el trabajo remunerado
De repente, las tornas cambiaron por completo, hasta el punto de que el trabajo que se realizaba sin una finalidad económica ya no era un trabajo, ya no pertenecía al ámbito laboral, sino al ámbito de las aficiones, tal y como explica el filósofo Alain de Botton en su libro Miserias y esplendores del trabajo:
a las tareas sin retribución económica se las despojaba de todo significado y se las relegaba a la atención caprichosa de decadentes diletantes. Entonces pareció tan imposible que se pudiera ser feliz e improductivo como antes había parecido inverosímil que se pudiera trabajar y ser humano.
El trabajo asalariado se convirtió en el verdadero trabajo. Si tu actividad no era remunerada, entonces no tenía valor (confundiéndose aquí términos tan distintos como “valor” y “coste”). Una idea que quedó tan arraigada que aún hoy es la idea rectora de cualquier argumentación en contra de la cultura libre, las actividades por amor al arte, las copias de creaciones ajenas sin que medie recompensa crematística.
Es definitiva, la idea de que si no cobras dinero por lo que haces, entonces eres idiota, o lo que haces en realidad no merece cobrarse (o peor aún: lo haces gratis para robar clientes al que lo hace de forma remunerada, devaluando así todo el sector).
La vida sin trabajo, el trabajo sin dinero
Sin embargo, esta idea está volviendo a perder su lustre, hasta el punto de que parecemos encaminados a regresar a la idea primigenia, la que un día defendió Aristóteles: que trabajar cobrando es estar al nivel de los animales o los esclavos. Que el verdadero trabajo, el que realmente te hace feliz, el que realmente produce cosas importantes para los demás, puede y hasta debe surgir sin que medien emolumentos.
Wikipedia, por ejemplo, nos ha acercado a un poco más a esa idea primigenia. Y Wikipedia es solo la punta del iceberg, como os expliqué en otro artículo de Xataka Ciencia. También podéis leer otro artículo en Mètode, de la Universidad de Valencia, sobre la divulgación científica aplicada a este tipo de arquitectura.
Muchos agoreros del “todo gratis”, de la piratería, del dejar de comprar libros o discos físicos repiten sin cesar que tienen derecho a cobrar por lo que hacen, y sobre todo que sin el incentivo del dinero la cultura se acabará (otra tesis defendida por lo que me parecen simples neoluditas como Robert Levine en Parásitos, al que ya intenté replicar en 10 deslices de Robert Levine que evidencian un discurso ludita sobre la creación y la distribución de cultura).
En ese sentido, parece que el dinero es un buen incentivo para que trabajemos, pero no el único incentivo, ni tampoco el mejor incentivo. De hecho, se nos paga precisamente para que hagamos algo que generalmente no nos apetece hacer.
En contraposición, cada vez tenemos más tiempo libre (no porque trabajemos menos horas, que también, sino porque nuestras actividades ya no se limitan al consumo pasivo, sino a la interacción con los demás, o incluso a poner un simple comentario en un vídeo de Youtube), lo que permite que, cada vez más, la gente genere contenido (porcentualmente bazofia, pero cuando se genera tanta cantidad de contenido, solo que el 1 % sea interesante es suficiente), que la gente colabore entre sí para hacer cosas que antes eran impensables, que se organicen micromecenazgos para llevar a cabo obras que realmente necesita el consumidor.
Las comunidades de makers, la impresión 3D, las redes sociales, la inteligencia emergente, la democracia líquida, incluso herramientas tan polémicas como uber, están destruyendo el tejido laboral a una velocidad inimaginable (a la vez que crea nuevos tejidos laborales también a una velocidad endiablada: imaginad todos los trabajos paralelos que ha creado la existencia de Facebook).
Pero según algunos soñadores como Jeremy Rifkin, en El fin del trabajo, quizá antes de lo esperado podamos disponer, gracias a la tecnología, del sustento básico para vivir: nos podremos imprimir lo que necesitamos a un coste marginal próximo a cero, colaboraremos con los demás para obtener más cosas y mejores, y, al final, trabajar por un sueldo será una cuestión minoritaria. De los que se aburren con sus aficiones, o los que necesitan tener más objetos mercables que el vecino (porque en este contexto, no dudo que seguirá existiendo la competencia entre personas, pero ya no se basará tanto en lo económico, como en la reputación y la visibilidad, a la que se llegará a través de lo que hagas, no de lo que cobres por lo que haces).
Así que, al final, como las cosas cambian de sentido, podríamos readoptar el sentido original de “idiota”. Entonces, sí, el que no cobra por su trabajo sería un idiota de los pies a la cabeza. Un idiota orgulloso de serlo. Porque idiota, en el sentido anteniense de la palabra, significa “no participar en las cuestiones del gobierno”. El verdadero idiota no quiere pasar por el aro. El verdadero idiota mira al futuro, mira al pasado, y dice: quizá va siendo hora de que dejemos de trabajar para comer.
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