Internet es la red de redes, la babilonia de culturas, la biblioteca de Alejandría, la nueva democracia digital, el amanecer de un nuevo modelo de negocio cultural. Internet es oxígeno, o al menos tiene ya una relevancia pareja al mismo. Internet es todo eso, aunque a veces vulnere nuestra intimidad y lo usemos esencialmente para ver vídeos de gatitos.
Con algunas de esas afirmaciones podríamos estar de acuerdo (con matices), sin embargo, tanto entusiasmo no es algo nuevo. Basta con echar un poco la vista hacia atrás para descubrir otras tecnologías que se proyectaron con tanto bombo y platillo como ahora se hace con Internet. Y hasta tenían sus propios gurús.
Por ejemplo, el ferrocarril. Según Marx (Groucho no, el otro), el ferrocarril acabaría con el sistema de castas de la India. Pero todo avance tecnológico también tiene su propio reverso tenebroso, como el descubrimiento de la quinina (que contribuyó a combatir la malaria, reduciendo así el peligro de una epidemia tropical) eliminó una importante barrera para el colonialismo.
El telégrafo fue como Twitter
Con el telégrafo la cosa fue mucho más lejos, pues se predijo entonces que transformaría el mundo en una aldea global. Un editorial de 1858 del New Englander proclamaba: “El telégrafo une con un cable vital todas las naciones de la Tierra. Es imposible que los viejos prejuicios y hostilidades continúen existiendo, pues este instrumento ha sido creado para intercambiar ideas entre todas las naciones.”
Edward Thornton, embajador de Inglaterra en Estados Unidos, dijo en 1868 que el telégrafo era “el nervio de la vida internacional, que transmite conocimiento sobre los acontecimientos, elimina causas de incomprensión y promueve la paz y la armonía en todo el mundo”.
Poco después se descubrió que dichos avances no eran tales. Hubo más comunicación, sí, pero el mundo continuó siendo un lugar lleno de fronteras políticas e ideológicas, de guettos culturales, de miedos al extranjero. El telégrafo permitía una mejor comunicación, en efecto, pero también propagaba falsas alarmas y pensamientos nocivos.
Además, el telégrafo también fue objeto de la crítica y el ludribio de los literatos, que, si bien alabaron sus virtudes informativas, criticaron su influencia negativa en el discurso público, que se tornaba más llano y sucinto. Críticas similares a las que recibe hoy en día Twitter, donde todo son noticias rápidas y fragmentadas jalonadas de chascarrillos, consejos de autoayuda y discusiones sobre temas complejos en hechuras de servilleta de bar.
El propio Spectator, una de las mejores publicaciones de Inglaterra, criticaba con estos términos el telégrafo: “Cabe pensar que la difusión constante de declaraciones en pequeños fragmentos acabará deteriorando la inteligencia de todos quienes se sienten atraídos por el telégrafo”. Una crítica que también está recibiendo Internet, sobre todo en el caso de los hipertextos, como podéis leer más extensamente en mi artículo para la revista Mètode Divulgación 2.0 Ventajas y desventajas de la ciencia en Internet.
También sucedió otro tanto con la máquina de escribir. Para ilustrarlo, Nicholas Carr, en su libro Superficiales, cuenta la anécdota de que Nietzsche se hizo un día con una máquina de escribir y empezó a redactar sus textos con ella. A partir de entonces, algo empezó a cambiar en la prosa del filósofo.
La prosa de Nietzsche se había vuelto más estricta, más telegráfica. También poseía una contundencia nueva, como si la potencia de la máquina (su “hierro”), en virtud de algún misterioso mecanismo metafísico, se transmitiera a las palabras impresas de la página. “Hasta puede que este instrumento os alumbre un nuevo idioma”, le escribió Köselitz en una carta, señalando que, en su propio trabajo, “mis pensamientos, los pensamientos musicales y los verbales, a menudo dependen de la calidad de la pluma y el papel.” “Tenéis razón”, le respondió Nietzsche. “Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos.
T. S. Eliot tuvo una experiencia parecida cuando pasó de manuscribir sus ensayos y poemas a mecanografiarlos:
Al componer (mis poemas) en la máquina de escribir”, escribió en una carta de 1916 a Conrad Aiken, “me da la sensación de estar mudando todas las frases largas en que solía recrearme a un staccato tan cortante como la prosa francesa moderna. La máquina de escribir fomentará la lucidez, pero no estoy seguro de que haga lo mismo con la sutileza.
Os emplazo a la siguiente entrega de esta serie de artículos, en el que analizaremos otra tecnología que vino a cambiar radicalmente el mundo, pero no lo hizo como se esperaba.