Según el doctor en zoología de Oxford y divulgador de ciencia Matt Ridley, todos nosotros, en mayor o menor medida, estamos cautivos de una serie de prejuicios a propósito de la naturaleza de las ideas y de la innovación que no nos permiten abrir senda hacia el futuro. Al menos sin que la senda no esté llena de insidiosos guijarros.
La gente sigue considerando que las ideas, cuando se alumbran, son de su propiedad, y que si alguien te roba tus ideas, entonces, te está robando el equivalente a tu coche o tu cartera.
Sin embargo, las ideas no pueden ser una propiedad porque, desde el punto de vista jurídico, si yo copio la idea de alguien, ése alguien sigue poseyendo la idea original, su idea. Es más, como ya expliqué en otros artículos, la mejor forma de que se generen muchas ideas buenas en una comunidad es permitiendo que las ideas circulen libremente, de cabeza a cabeza, a modo de virus mental.
El intercambio, en este caso, nos favorece a todos (la propiedad intelectual, por el contrario, subordina el interés colectivo al interés del supuesto creador de ideas, que en el fondo ha podido tener dicha idea gracias a las ideas que han circulado a su alrededor). El intercambio casi debería ser sagrado, tal y como propone el grupo sueco que ha fundado la religión del Kopimismo. Algunas de sus sentencias son: “La búsqueda de información es sagrada. La circulación de información es sagrada. El acto de copiar es sagrado.”
El conocimiento crece exponencialmente cuanto más libre sea, tal y como explica el catedrático de Derecho de Stanford Lawrence Lessig en su libro Cultura libre, y la protección de las ideas nunca debe entrar en colisión con el bien común. O tal y como argumenta el economista Paul Romer (una de las 25 personas más influyentes de Estados Unidos según la revista Time y propuesto como candidato al Nobel de Economía: el progreso humano consiste en la acumulación de recetas para reordenar átomos en formas que eleven estándares de la vida.
Y tal y como recuerda el divulgador científico Steven Johnson, basta con tener esta idea clara, que el intercambio, la asunción de que si tú me das tu idea y yo te doy la mía, ambos tendremos dos ideas y no una cada uno, para advertir el cambio de paradigma mental que se avecina con el desarrollo del mejor copista de ideas de la historia de la humanidad: Internet, un idóneo intercambiador de ideas, recetas, datos, bits, todos ellos copiables y digitalizables perfectamente a precio irrisorio y sin fronteras espaciotemporales de por medio. La propiedad intelectual, pues, resultaba jurídicamente discutible antes (ya Thomas Jefferson opinaba que era una barbaridad), pero ahora, con Internet, definitivamente resulta un constructo demasiado endeble y artificioso.
En ese sentido, las patentes, tal y como ocurre con el concepto de propiedad intelecual, no favorecen tanto la innovación como la obstaculizan.
Seguramente ahora estáis preguntado: sí, pero ¿de qué vivirían los creadores, entonces? Si bien las patentes o la misma propiedad intelectual pueden obrar como incentivos económicos a fin de que la gente invierta tiempo y esfuerzo en generar mejores ideas (por ejemplo, escribiendo un ensayo de 200 páginas), cada vez hay más evidencias que invalidan este supuesto.
De hecho, la idea de que la propiedad intelectual beneficia la creación original posee tantos puntos débiles (históricos, psicológicos, meméticos, jurídicos…) que todavía asombra que personas inteligentes y cultas continúen defendiéndola. Ello es posible, de nuevo recurriendo a Ridley, a que la gente permanece cautiva del paradigma cultural en el que vive, por muy instruida que sea. Parece extraño imaginar que los individuos inteligentes y cultos puedan defender ideas estúpidas o irracionales, pero sucede todo el tiempo (yo mismo, quizá, estoy haciéndolo ahora con este artículo).
Por ejemplo, si echamos la vista un poco atrás, descubriremos que los intelectuales de la época contemplaban con total normalidad el hecho de tener esclavos. Ni siquiera se cuestionaban moralmente el asunto. Un poco más acá, incluso las personas más formadas mantenían que los negros eran inferiores que los blancos. Y que las mujeres también lo eran respecto a los hombres.
No estoy equiparando los defensores de los derechos de autor con los esclavistas o los racistas: establezco una analogía para evidenciar cuán ciego, moral e intelectualmente, puede estar un individuo frente a ideas que colisionen frontalmente con el paradigma cultural vigente.
Los paradigmas culturales son así, impermeables a los conocimientos e incluso a la lógica (lo cual podría explicar, en parte, cómo es posible que una persona culta, perfectamente formada en historia, física o antropología, defienda la Biblia o cualquier otro libro sagrado como una fuente fidedigna de conocimiento. También explica que, al menos en España, uno pueda reírse de las creencias no religiosas de una persona… pero, según la Constitución, no podamos hacerlo de las creencias religiosas. En otros países, te pueden poner una bomba por hacerlo).
El paradigma cultural que sugiere que una idea es propiedad del que la alumbra (aunque lo haya hecho cinco minutos antes que el vecino del quinto), así como que ello permite explotar comercialmente dicha idea, es tan poderoso que, aún hoy, escritores tan dinámicos como Juan Gómez-Jurado tilda de “talibanes del todo gratis” a quienes defienden otro modo de hacer las cosas, donde, sí, puede entrar que todo sea gratis (al menos de forma directa); pero llamar talibanes a quienes defienden la gratuidad de la copia también permite llamar talibanes del todo no gratis al otro. Si leéis con atención su artículo, descubriréis que, entre la aparente visión de futuro, la crítica al actual modelo de negocio y demás, se esconde, muy en el fondo, el mismo miedo residual del paradigma cultural vigente: que no es justo que tengamos su trabajo gratis, que él puede vivir gracias a los derechos de autor (como si él fuera un ejemplo de escritor típico: solo viven de los derechos de autor los bestsellers), que no digas que una película o un libro son caros para luego bajar al bar y tomarte tres mojitos a 5 euros cada uno (confundiendo aquí términos como “valor” y “coste”), y otras tantas pinceladas que pretenden más evangelizar que aportar argumentos sólidos. El típico caso de carca que intenta ir de enrollao para colarte su discurso retrógrado (en este caso, seamos justos, mucho menos retrógrado que el de otros autores como Lucía Etxebarría... pero igualmente retrógrado si uno echa un vistazo a los fundamentos jurídicos que esgrimen expertos en propiedad intelectual como Lawrence Lessig, David Bravo o Javier de la Cueva).
Pero, por un segundo, imaginemos que el paradigma cultural vigente está en lo cierto. Que Juan Gómez-Jurado tiene razón y que deberíamos ser buenos y procurar que los autores (bueno, los autores como Juan Gómez-Jurado, porque yo también soy autor y no coincido con sus ideas) reciban nuestro dinero, una cantidad de dinero que ellos consideren justa para continuar viviendo de lo que hacen (o para lo que ellos estimen oportuno, porque uno puede vivir con 100 euros al mes o con 100 millones de euros al mes, depende del rasero de cada uno). Bien, si nos ponemos a imaginar este supuesto como cierto… os explicaré qué ocurre en la próxima entrega de esta serie de artículos sobre la propiedad intelectual.
Para ir abriendo boca, os dejo con la siguiente conferencia, donde el profesor Jorge Cortell dinamita algunos de los cimientos de dicho paradigma cultural y propone uno nuevo: la suidad. Las ideas no son mías ni tuyas, son suyas, de ellas mismas.