Una de las cosas que más cuesta hacer cuando escribes divulgación científica es decidir si usas o no determinada terminología científica. Si no usas ninguna, puede que el artículo quede poco riguroso y demasiado metafórico. Si usas demasiada, los lectores no especialistas creerán que están leyendo las instrucciones de una lavadora. En alemán.
Si echamos un vistazo a un diccionario científico y otro convencional (en inglés), encontramos que el 79 % de las palabras que usamos en la vida cotidiana están formadas por 3 o menos sílabas. Pero el 88 % de los términos técnicos científicos tienen 3 o más (incluso hay un 2 % d palabras que llegan a las 7 o más sílabas).
Por si fuera poco, cada disciplina tiende a usar abreviaciones taquigráficas.
A fin de evitar que las disciplinas científicas se conviertan en compartimentos estancos, se hace el esfuerzo de acuñar nuevos términos que nos recuerden a cosas cotidianas. Son palabras de uso común que se usan con doble intención: si uno entiende la broma, entonces nunca olvidará lo que significa la palabra.
En biología y física se usan muchas palabras así. El ejemplo clásico son los quarks. El nombre se lo puso el físico Murray Gell-Mann, del Instituto Tecnológico de California, en la década de 1960, y proviene de una frase de la novela de James Joyce Finnegan´s Wake: “Tres quarks para Muster Mark”.
Hay 6 variedades de quarks (denominados de manera colectiva como sabores): top, bottom, up, down, charmed (encanto) y strange (extrañeza).
En este contexto, el color tiene tanto que ver con el pigmento como el que tiene aquél término cuando lo usan los músicos (préstamo metafórico que tiene, desde luego, su propio valor) (…) Los términos charmed y strange, reflejan, sospecho, el aturdimiento que les produce a los físicos la rareza de ciertos aspectos del comportamiento de los quarks (y, en general, de la física cuántica).
En biología evolutiva, el uso de esta clase de términos también es cada vez más común. Por ejemplo la Hipótesis del Esperma Kamikaze (una referencia a los pilotos suicidas japoneses de la guerra), el Efecto de Beau Gest (tomado del héroe de la novela de aventuras de los años 1950), la Hipótesis de la Reina Roja (del personaje de Alicia en el País de las maravillas), la Estrategia de Elección de Hobson (en línea con el proverbio, basado él mismo en un propietario de una caballeriza en el Cambridge del siglo XVIII) y el Efecto de los Tres Mosqueteros (del libro de Alejandro Dumas).
En todos esos casos es posible, sin duda, leer los términos a dos niveles diferentes. Pueden ser tomados de forma literal (en general con los resultados más peculiares) o pueden ser entendidos como metáforas. Los matemáticos, por ejemplo, se refieren a las ecuaciones diciendo que tienen “un comportamiento adecuado”, pero con eso no tratan de evocar imágenes de ecuaciones que se sientan con educación alrededor de la mesa de té esperando a que les sirvan los sándiwchs y los pasteles; están diciendo, en cambio, algo relativo a la consistencia y la predictibilidad de sus propiedades: una ecuación que se comporta bien es aquella que no da lugar a efectos inesperados e indeseados en ciertas partes de su rango de validez.
Sobre este tema hay una curiosa anécdota de 1971 referida al prestigioso editor de New England Journal of Medicine, F. J. Ingelfinger. Ante su queja de los artículos herméticos que le enviaban los inmunólogos, pidió que uno de los artículos fuera escrito por un periodista científico profesional con el inglés más simple.
Los no especialistas prefirieron la versión del periodista. Pero a los inmunólogos no les causó buena impresión: habían desarrollado un estilo tan propio que ya eran incapaces de entender sus escritos reescritos de forma más universal.
Podéis leer más caprichos sobre el lenguaje científico aquí.
Vía | El miedo a la ciencia de Robin Dunbar