En el post anterior hablábamos de la cuota de agresividad de la mujer, que era equiparable a la del hombre. La mujer, sin embargo, expresa su agresividad de una forma indirecta.
La agresión indirecta consiste en calumniar, en chismorrear, en difundir rumores malignos, en establecer estrategias y alianzas contra terceros que dejarían a Terminator patidifuso. En definitiva, la violencia masculina deja señales claras y evidentes en forma de hematomas; la femenina provoca hematomas psicológicos más profundos que son difíciles de detectar y de medir, y por tanto castigar. Existen muchas formas de agresión más dolorosas y eficaces que un puñetazo, y lo más probable es que te ahorres una temporada entre rejas si las empleas.
Insisto en aclarar que tanto los hombres como las mujeres son duchos en el empleo de estas formas indirectas de agresión; todos somos animales políticos. Pero el caso de la mujer es especial, pues ella debe evitar los deslices físicos en mayor medida: no sólo le perseguiría la justicia, sino que sufriría una estigmatización social y cultural que no se da con tanta intensidad en los hombres. Vuelve a hablar Angier:
En parte ello obedece al mito de la adolescente sentimental, pues cuanto más se disuade a las jóvenes del uso de las formas directas de agresión y más se premia el carácter afable, mayor es la probabilidad de que las chicas cáusticas recurran a maquinaciones para obtener lo que quieren. En las culturas en que a las chicas se les permite ser chicas y decir en voz alta lo que piensan, su agresividad es más directa y verbal y menos indirecta que en las culturas en que se espera que las mujeres sean recatadas. En Polonia, por ejemplo, donde la mordacidad se valora positivamente en la mujer, las jóvenes se gastan bromas, no se pegan y no temen traiciones dentro del grupo. Entre las indias zapotecas de México, que están completamente subordinadas a los hombres, prevalece la agresión indirecta. Entre los vanatinai de Papúa Nueva Guinea, una de las sociedades menos estratificadas y más igualitarias que conocen los antropólogos, en la que las mujeres hablan y actúan libremente, y a veces recurren a los puños y a los pies para demostrar su cólera, no hay evidencia de un sesgo femenino en las actuaciones encubiertas.
Paradójicamente, cuanto más derechos adquieran las mujeres y mayor igualdad entre sexos exista, mayores ejemplos de agresión directa femenina se originarán. De modo que la conclusión que podemos extraer de estos estudios es que las mujeres se ven obligadas a ser más maquiavélicas que los hombres. Por el contrario, ignoro si la persecución sistemática por vía judicial y social de los agresores masculinos es el método más eficaz para eliminar esta lacra; parece que el ideal se acerca más a conseguir que la violencia masculina directa sufra una censura y una represión social y cultural semejante a la femenina. La violencia, entonces, no desaparecería, pero adoptaría otras formas para colarse por las fisuras del escrutinio social y legal.
El problema, pues, no parece tener una fácil solución. Si hay menos violencia física, entonces la violencia se vuelve indirecta, y viceversa. La violencia permanece. Entonces, ¿debemos encontrar la manera de castigar la hipócrita afabilidad tanto en hombres y mujeres de la misma forma que se castiga el puñetazo? ¿Hay que promover más largometrajes protagonizados por mujeres de armas tomar?
Las mujeres creamos vínculos con otras mujeres y, sin embargo, nuestras mayores agresiones y nuestra hostilidad más temible pueden ir dirigidas contra las mujeres. Se habla de la guerra de sexos, pero es sorprendente qué pocas veces dirigimos nuestros impulsos agresivos contra los hombres, los supuestos adversarios en esa guerra. No consideramos competidores a los hombres, ni siquiera ahora, en el mercado libre-para-todos, donde con frecuencia lo son. Es mucho más fácil ser competitiva con otra mujer, sentir nuestros nervios crisparse de ansiedad y tensión cuando otra mujer entra en nuestro campo visual. Vestimos a las mujeres de blanco como las hadas o de negro como la mafia. Las queremos a nuestra alrededor. Queremos estar solas entre los hombres. Los hombres dicen que envidian la profundidad de las amistades femeninas, la capacidad de las mujeres para comunicarse y entregarse mutuamente. También les asombra la ferocidad de las amistades femeninas cuando se deshacen, la increíble intensidad de su odio y su resentimiento. “Para los hombres, iniciar una pelea puede ser una forma de relacionarse, de tantear al otro, de dar un primer paso hacia la amistad”, escribió Frans de Waal en Good Natured. “Esta función de vinculación es ajena a la mayoría de las mujeres, que ven en la confrontación una causa de disensiones.
Los conflictos entre personas parecen inherentes en la sociedad. Cada uno, entonces, usará las armas que mejor maneja para salir victorioso. Ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo (ahora mucho menos que antes, a pesar de las alarmistas noticias con las que desayunamos cada mañana). Pero al menos sería bueno borrar algunos tópicos sexistas por el camino. Es la única pretensión de este humilde artículo. Mujeres y hombres son igualmente violentos, feroces y crueles. Tengamos eso en cuenta la próxima vez que revisemos las últimas cifras de agresiones asociadas a la violencia de género.
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