Nuestro cerebro es incapaz de asimilar magnitudes demasiad grandes, pequeñas o extensas en el tiempo. Imaginemos que contarámos una cifra por segundo, las 24 horas al día. Para contar 1.000 tardaríamos 17 minutos. Un millón, 12 días. Mil millones, 32 años. Un billón, 32.000 años. Para contar un trillón tardaríamos 32.000 millones de años, más que la edad del Universo.
Sencillamente, esa cifra escapa de nuestra imaginación. Se nos da muy mal calcular tiempos, o cifras elevadas, o cifras muy pequeñas. Por ello, resulta contraintuitivo que Cleopatra viviera más cerca en el tiempo del nacimiento de Twitter que de la creación de la Gran Pirámide; o que el T. Rex viviera más cerca de nosotros que del Stegosaurus.
Magnitudes ajustadas a nuestro tamaño
El ser humano apenas puede ver una cosa de una décima de milímetro: 0,0004 metros. Un tamaño gigantesco si lo comparamos con el grosor de un electrón, que tiene un femtometro: 0,0000000000000001 metros.
De modo que el único atajo que tenemos para enfrentarnos a conceptos semejantes es el uso de analogías que nos permitan establecer formas de visualizar las cosas de un modo diferente a la experiencia habitual.
Para entender el mínimo tamaño de un átomo, siempre me gustó la analogía de imaginar un átomo del tamaño de un estadio deportivo internacional. Los electrones se encuentran en la parte alta de las gradas; se ven tan pequeños como la cabeza de un alfiler. El núcleo del átomo está en el centro del campo y tiene el tamaño aproximado de un guisante. El átomo, pues, está casi vacío.
La realidad es tan compleja, hay tanto por entender, que no podemos (aún) conocer la verdad (o la realidad en toda su amplitud). Pero los modelos nos permiten orientarnos, elaborar predicciones, saber cómo funciona una cosa a determinado nivel. Los modelos, a fin de cuentas, es lo que nos sacó de una era de tinieblas. Es lo único que tenemos para no andar totalmente ciegos, como podéis ver en el siguiente vídeo: