Supongamos que estamos en 1860. Supongamos que un día nos llama el director de la Biblioteca del Arsenal de París. Supongamos que nos consideraran un reputado geógrafo y experto en los pueblos autóctonos americanos. Sí, supongamos que somos ese experto, tal que el francés Emmanuel Domenech (1826-1886).
Supongamos, también, que en esa llamada ponen a nuestra disposición un misterioso manuscrito que un empleado de la mencionada biblioteca ha encontrado fortuitamente en los archivos.
Supongamos que el título de ese manuscrito es Livre des Sauvages, y que presuntamente ha sido creado por tribus nativas de América. Y que las imágenes que salpican sus páginas son interpretadas, a través de nuestra docta mirada, como lenguajes y religiones americanas originales de la época precolombina, lo que constituiría un redescubrimiento absoluto de dichas culturas.
Supongamos que tenemos prisa por publicar el manuscrito acompañado de nuestros exhaustivos análisis de cada pictograma, ya que no deseamos que nadie se nos adelante y nos arrebate nuestra fortuna y gloria bien merecida.
Supongamos que lo publicamos todo con gran pompa y boato, respaldados por fondos públicos del Ministerio de Bellas Artes de Francia, bajo el título pluscuamperfecto de Manuscrito pictográfico americano precedido por una anotación sobre la ideografía de los pieles rojas.
Supongamos que el texto se presenta en sociedad en el ámbito de una fastuosa cena en la que el ministro de Estado francés, hijo de Napoleón, ebrio de patriotismo y también de alcohol, empieza a despotricar contra Alemania e Inglaterra, considerando el pueblo francés muy superior a los mencionados, porque la civilización francesa es “luz en la oscuridad” y “motor del avance del mundo occidental”.
Supongamos que este discurso entusiasta levanta tales ampollas que un reconocido bibliógrafo alemán, Petzold, se sumerge en el manuscrito que hemos publicado en busca del más mínimo error o traspiés.
Y finalmente supongamos que sale a la luz, semanas después, que el presunto manuscrito que hemos publicado solo era el cuaderno de tareas escolares de un niño alemán, y que los misteriosos “pictogramas” en realidad eran los intentos de aquel niño por escribir en letra gótica. Tal y como lo explica Gregorio Doval en Fraudes, engaños y timos de la historia:
Todas las figuras que Domenech había catalogado como “brujos”, “dioses” y “templos” eran simples dibujos triviales como un panal de abejas o una salchicha. Pero, claro, el prestigio como geógrafo de Domenech y su notable pasado como explorador y conocedor del nuevo continente hicieron que todos diesen por buena la veracidad de su investigación. En un abrir y cerrar de ojos, Domenech pasó de celebridad a hazmerreír de la comunidad científica.